Andrés Trapiello: tres tiempos
Pensar en nosotros sin afectación y a ser posible con humor, decía Andrés Trapiello, recordando a un personaje de Cervantes, en su discurso de la entrega de Premios de Castilla y León. Era el reconocimiento a un escritor leonés, uno de los cre
P asado , presente y futuro se articulan en admirable armonía en su persona y en su obra. Como buen azoriniano, en Andrés Trapiello hay, probablemente, una inevitable obsesión por el paso del tiempo. Por ello, probablemente su obra sea un salón de pasos perdidos , donde todas las impresiones y vivencias del autor hallan su acomodo.
Andrés Trapiello lo ha escrito: «Es absurdo, cuando no un error, referirnos al pasado: mientras pensamos en él es acaso lo más activo de nuestro presente. Por eso es inconcebible hablar de alguien que está anclado en el pasado, porque ése es un buque que siempre está en movimiento, incluso a la deriva».
La literatura es tal vez el arte que mejor permite la recuperación del tiempo que se fue y Andrés Trapiello lo ha conseguido desde miradas diferentes: desde una larga serie de títulos poéticos y desde la memoria personal. La infancia, Manzaneda, León-¦ flotan en el horizonte del recuerdo-¦ «Ya es ayer», titula Andrés Trapiello alguno de su poemas, recordando la infancia leonesa, jugando sueños imposibles. «Caminamos de niños por las calles / sombrías de León, / en plena noche». Jugaban entonces a juegos felizmente imposibles: «A pisar / nuestra sombra, saltando por encima. / A quedarnos sin sombra, y ser felices.» Pasado y presente se han fundido, con resultados plenos de nostalgia: «Jugamos a que nunca llegaría / un día como hoy, pero ha llegado. / Y son más nuestras sombras que nosotros».
El Rastro madrileño, rito dominical celebrado semanalmente con pasión, es el escenario más real para salvar realmente el pasado. Para recoger esos juguetes rotos y olvidados que, en manos del escritor, se convierten en símbolos de vida renovada. Lo ha dicho con su proverbial expresividad: «Una realidad que allí parece arrastrada, sin poder levantar la cabeza, pero sonriente, como esa criatura a la que acaban de redimir de una pena de la que no acaba todavía de hacerse una idea aproximada».
Hay otra actualización del pasado, el camino de la investigación, que lo convierte en salvador de tesoros literarios y de personajes a los que el tiempo y la criatura humana castigó con el desprecio o el olvido. Sirvan de ejemplo títulos como Clásicos en traje gris o Viajeros y estables. Curiosamente, «De traje gris» viste uno de aquellos poetas evocados en alguno de sus libros de poesía: «Aquel de traje gris, que después de un trabajo / burocrático busca, perdido en la ciudad, / dolorosos tugurios, por la pendiente abajo / de un deseo sin culpa ebrio de realidad».
No ha escapado a este afán denodado de rescate la creación novelística. Abundan los título de la narrativa mayor de Andrés Trapiello, pero no es el momento de hacer una relación de los mismo. Baste recordar Al morir don Quijote, tal vez, la mejor novela de Andrés Trapiello, especialmente por el sabio manejo de recursos metaliterarios y la facilidad para rescatar la humanidad del bendito hidalgo manchego.
El presente en un «Vidario»
La independencia de Andrés Trapiello le permite ser un agudo observador de la realidad y los hombres. Su sueño se refugia en el pasado sin dejar de observar el presente. El ejemplo perfecto de esta actitud se refleja de forma precisa en sus diarios, Salón de pasos perdidos, una novela en marcha. De vidario ha calificado el escritor estas creaciones de las que quien esto escribe está convencido de que a ellas se asoma el mejor Trapiello.
En los diarios, sentimiento e intelecto se armonizan de forma certera. Dos espacios sirven de marco a sus reflexiones, Madrid como residencia habitual y Las Viñas, su refugio extremeño. Madrid, probablemente, provoque en el estado de ánimo del escritor impresiones más conceptuales y más próximas a personajes de la actualidad. Y, presente siempre su calle: «De Conde de Xiquena al Rastro y al Campillo / en los amaneceres más líricos del mundo, / donde al dolor convocan alarmantes miserias / y a escena el dolor sale con sonrisa de trástulo».
Las Viñas se hace locus amoenus, escenario para una feliz y personal interpretación del beatus ille. Abundan las referencias a lo natural, visiones delicadas, simbólicas y, muchas, portadoras sutiles del amor. Todo viene a ser una peculiar interpretación del carpe diem.
Vano intento sería resumir el sentido de la poesía de Andrés Trapiello. Muchos de sus versos resultan de emoción especial, como se observa en algunos de «El poeta», confesión de la impotencia ante ciertos misterios: «Toma el hombre las cosas donde el hombre / último las dejó como un legado (-¦). Así ha avanzado el mundo sin nostalgia». Pero está fuera del mundo y su condición de poietés no encuentra el sosiego merecido: «Sólo nosotros, los poetas, fuimos / condenados a proseguir a ciegas». Todo, íntimamente, parece una suerte de castigo a su osadía: «y que tengamos que volver a tientas / de una noche tan grande a esta otra noche / donde acaso ya nadie nos espera».
Este sentido de la impotencia creativa queda siempre dignificado. A pesar de su desencanto, el poeta es consciente del valor inefable de la palabra escrita: «Mucho más que tú mismo durarán tus palabras. / Ningún derecho tienes, por siglo o por carácter, / a hacerlas más sombrías, ofuscadas o tristes / con abrasiva sed y con ficticias hambres». En el fondo de sus ser, el poeta se considera poco más que un ser entregado a los libros: «Dentro de algunos años a mis manos / vendrá un libro. Serán todos mis versos / recogidos, los mundos y universos / que habrán de parecerme tan lejanos».
Líricas prosopopeyas
No sólo trascendencia rezuman los versos de Andrés Trapiello. A veces emerge, inesperado, un toque de humildad. La confesión de una impotencia menos poética. Lo expresa, con resignación cristiana: «Casi cincuenta años / con esta pobre letra. / Pero es la que tengo. Domaría / las aes como a tigres y en las de palo largo / injertaría lilos que atrajeran / un poco de la brisa / que corre allá por junio / y a las abejas laboriosas y a zánganos vistosos; / acaso así sonaría todo un poco / mejor de lo que suena».
Si hay frecuentes estados de panteísmo, no falta en ocasiones un deseo de identificación con lo inerte : «Si yo pudiera hablar de mí como de silla, / si tú de mí pudieras decir como de mesa, / si pudierais vosotros sentaros en yo-silla / y reposar las manos en yo-mesa, / pasar así la tarde conversando, / hasta que el sol le fuese robando a la ventana / toda su fragua a cambio de silencio de estrellas».
El juego de esta suplantación tiene un desenlace llamativo: el poeta ha conseguido esa identificación y, transformado en el mueble querido, nada puede decir: «No preguntéis qué hago sentado junto a mí, / en puerta de mí mismo. ¿Quién pregunta a una silla?». De nuevo, la visión azoriniana del efecto destructor del paso del tiempo se hace aún más palpable en esta naturaleza muerta: «Cuando es vieja o se ha roto, sirve de fuego. Adiós / me digo yo a mí mismo, contento de ser dos, / silla y mesa vacías hasta que llegue alguien, / que aunque no se detenga, a tales tablas viejas / ya les basta». Quién sabe si en el fondo, el poeta no persigue el «olvido de sí mismo»: «No el ruiseñor que canta ni mis sueños / me retienen atado a tan grato infinito, sino el dulce desvelo de volverme / olvido de mí mismo». No cabe mayor ascetismo, ni cabe dolor más intenso que el que provoca la separación: «Y es esa lengua ahora, / que te ha desposeído, la que hablas; / cuanto más la dominas / te causa más dolor, y ese dolor / tanto más vivo es cuanto más muerta / la lengua en la que hablas».
Tal vez no exista el futuro, afirma Andrés Trapiello en El arca de las palabras, libro rematado con un «prólogo final»: «Al hombre ha de preocuparle su porvenir, que está sucediendo siempre, incluso en el pasado que lo prefigura. El futuro no ha sucedido ni sucederá nunca». Dejemos por tanto la pretensión de ser arúspices osados.
Y-¦ dejemos descansar a las palabras. Démosles el feliz descanso que Goethe pedía para algunas. Esas a las que, según Andrés Trapiello, se las fatiga sin sentido: «Es cuando a las palabras se las cansa y explota, como a borriquillos de tahona o de noria, que dando vueltas y vueltas acaba por secar el pozo, al que ha de dejarse a continuación recuperarse en sus veneros, o ese ( sic ) que a fuerza de roturarla ya solo puede darnos pestilentes cenizos y malas hierbas».
Dejemos también descansar a estas palabras, las nuestras.