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Feliz desconcierto de la polisemia diacrónica

Publicado por
NICOLÁS MIÑAMBRES
León

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Memorias de un cabrón

resentido

Miguel Paz Cabanas. Ilustr.: Silvia Álvarez López Dóriga. Asociación Cultural «La Armonía de las Letras», León, 20011. 220 pp.

Desconcierto, pero alegre sin duda, puede provocar el título de esta obra una vez que el lector se acerque a un prólogo elaborado ad hoc por el editor y, sobre todo, al alimón con el escritor. Una visión diacrónica del calificativo del título sacará al lector de muchas dudas y temores antes de llegar a un inesperado final léxico. Como corresponde al título, estas páginas son una recreación de las experiencias y recuerdos más relevantes del autor, cuya vida se reparte entre Bilbao y León, sin olvidar la comarca de Babia, bellamente evocada en la obra.

En el planteamiento, teóricamente confesional de lo escrito, surge la duda en el lector, incapaz de descubrir si lo escrito es fruto de experiencias personales o un artificioso pretexto literario. A pesar de ello, cualquier lector atento intuirá que existe buena parte de verdad en lo narrado. «Infancia», «Juventud» y «Madurez» son los tres bloques de estas memorias, aunque su tono uniforme y armónico evita el peligro de un desajuste argumental.

De la infancia el escritor rescata momentos dolorosos, crueles incluso, pero también experiencias divertidas, como la narrada en «Bestiario», de curioso contenido ornitológico. La presencia de los pájaros se hace misteriosa, atávica incluso, en «Queda niebla». No faltan, como es lógico, estampas humanas, duras algunas y apasionadas otras, pero no dejan de sorprender dos hitos psicológicos. El primero es el final «Infancia», de honda nostalgia: «Sí, me acuerdo a veces de todo eso: del castillo inexpugnable de mi infancia». El segundo tiene que ver con «Edipo», el inquietante título de la secuencia que cierra «Juventud».

«Madurez» tiene por espacio la ciudad de León y, en los primeros años, el Barrio Corea, un barrio humilde en el que la puesta de sol transformaba el mundo en una realidad misteriosa: «Entonces los niños se calmaban súbitamente y durante un rato, tal vez sólo unos pocos minutos, pensabas que merecía la pena estar allí». Con los años avanza la vida y la creación literaria, reflejada en rápidos plumazos contra ciertos sectores de este gremio, pero el narrador reflexiona de nuevo sobre la eterna faena de «las cartas». No falta el balance vital, inevitable con los años, en esa enumeratio impresionista e íntima de «Las pesadillas de Amelie» y el recuerdo de seres admirables, grupos culturales como Leteo, o paisajes en los que siempre estará el corazón: Babia en lo esencial, y «El Ferroviario» y, un poco más lejos, Nueva York. O paisajes literarios, como «Mi primera novela».

Y, al final, un adiós cargado de nostalgia, que deja en el lector un cierto pesimismo: «-¦ lo que me confiesa el corazón, es que al final siempre estamos solos. Ya sabes, como cuando nos morimos. Solos». Felizmente, ésta no es la sensación del lector al cerrar una obra tan sugestiva.