Diario de León

Ponferrada

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NUEVE LARGOS años pasó Morayma, la última reina mora de Granada, alejada de sus dos hijos. Rehenes de los Reyes Católicos, que guerreaban contra su marido, la ausencia de los infantes amargaba tanto a la sultana que Morayma envejeció prematuramente, mientras el último monarca nazarí no abandonaba el campo de batalla.

Cuando cayó Granada y el Rey Chiquito, que así llamaban al rey Boabdil, entregó las llaves de la ciudad a Isabel y Fernando, Morayma pensó que recuperaría a sus dos hijos para partir al exilio en Las Alpujarras.

Pero los dos infantes siguieron cautivos de los monarcas castellanos, que prevenían así un levantamiento de Granada. Y aunque Boabdil se desvivía por aliviar la pena de Morayma, la reina languidecía en el destierro y cada día que pasaba estaba más cerca de derrumbarse.

«Despachado lo de Granada, mi señor suplica a sus Altezas que mande enviar a los infantes para que estén con él en Andarax», escribió a los Reyes Católicos el alcaide Benarix, representante de Boabdil, cuando Morayma acabó por caer enferma.

Y los Reyes, en un gesto de benevolencia, le concedieron la gracia.

Ahmed, el hijo menor de Morayma y Boaddil, se reunió con sus padres en Las Alpujarras un año después de la caída de Granada. Llegó del cautiverio escoltado por soldados castellanos, y cuando vio a su madre postrada en una cama, ni siquiera la reconoció. Boabdil trató de calmar a su esposa enferma. «Lo han educado en la fe de los cristianos», le dijo a Morayma. «Ese mismo desdén lo ha tenido conmigo», añadió.

La reina se tranquilizó un poco y le preguntó dónde estaba Yusuff, su hijo mayor. Y Boabdil calló.

La pena de Morayma fue tan grande al saber que su primogénito había muerto lejos de casa que el viento se detuvo en los linderos de la sierra aquella noche y la luna menguó sobre el cielo de Las Alpujarras.

Tres noches le duró la pena a Morayma. Tres noches en las que su salud fue a peor. Y al alba del tercer día, la última sultana de Granada se dejaba vencer por la enfermedad y expiraba pensando que no había logrado recuperar a ninguno de sus dos hijos.

Boabdil se quedó mudo de dolor.

Su único hijo, ni siquiera pestañeó.

Pasadas las primeras horas de desconcierto, los sirvientes de Morayma comenzaron a preparar el funeral. Lavaron el cuerpo de la reina, lo perfumaron con almizcle y alcanfor, lo amortajaron, y al día siguiente lo enterraron en una tumba estrecha, bajo una laja de piedra y un tumulto de arenisca, mirando hacia La Meca.

Las lágrimas de Boabdil, que ya había llorado la pérdida de Granada, fueron tan amargas que le marcaron dos surcos de sal en la cara cuando se alejaba de la mezquita de Mondújar, donde había dejado a la sultana enterrada. Boabdil estaba dispuesto a embarcarse hacia África para olvidar tanta desventura y mientras estuvieron en tierra, aún guardó la compostura que se le supone a los hombres de su condición. Pero después de echarse a navegar, el desdichado rey sin reino ni esposa no pudo soportarlo más, dobló la rodilla buscando consuelo y de espaldas a Granada, no encontró nada a lo que agarrarse.

Tanto dolor agitó las aguas y encrespó los vientos, conmovió a los pájaros, que dejaron de volar y se posaron en las jarcias, para acunar el barco, hasta que una mano infantil rozó por fin los hombros del desolado Rey Chiquito.

Boabdil se volvió, sorprendido, y los ojos dulces de Morayma le miraron por primera vez desde el rostro de su hijo.

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