Si no siempre entendidos, siempre abiertos
Los primeros «textos» que recuerdo no pertenecen a la tradición escrita, sino a la oral o al menos así me fueron transmitidos. Eran los «cantares» con los que mi madre alegraba las labores del hogar, que se sumaban al resto de sus muchos trabajos, en una familia pobre de un pueblo leonés, Villarejo de Órbigo.
D esde las brumas de la memoria llegan a mi evocación La canción de San Antonio ; Los peregrinitos ; los romances de Gerineldo y Hermana cautiva . Incluso textos con autor conocido (después lo supe) y que, de alguna manera habían pasado a formar parte de la tradición, El molino de Antonio Fdez. Grilo; y tantos otros poemas o fragmentos de poemas que yo escuchaba a través de las ventanas abiertas al huerto. ¡Quién me había de decir que un día, treinta años después (1985), iba a participar en la recopilación de romances más importante de la provincia leonesa!
Repitiendo una situación que debía ser frecuente, en la década de los cincuenta y en el medio rural, la hermana mayor sustituyó a la madre en el aprendizaje de la lectura. Un aprendizaje temprano, a los cuatro años, sin duda por imitación y por deseo de descubrimiento, a base de algunos libros que conservo en el recuerdo. Ingenuidades. Libro de lectura manuscrita (Antonio Fernández. Colección Escolar Salvatella). Rayas (Ángel Rodríguez Álvarez. Ed. Sánchez Rodrigo) para practicar la escritura, con oraciones que escribíamos una y otra vez y que después leíamos en voz alta.
A partir de los seis años, en la escuela, vinieron los sucesivos volúmenes de la Enciclopedia Álvarez (Primero, Segundo y Tercer Grado. Ed. Miñón).
Y llegó l a época de los cuentos ilustrado s, lo que hoy llamar íamos cómics. Me convertí en un lector apasionado de El Capitán Trueno , El Jabato , Roberto Alcázar y Pedrín , Hazañas Bélicas .
Los últimos años de mi estancia en la escuela del pueblo tienen un sím bolo destacado en cuatro volúmenes, obra de Antonio J. Onieva (Ed. Hijos de Santiago Rodríguez). Se trata de los titulados Cien Figuras , con la especificación de Universales o Españolas y con la división en dos series, primera y segunda. Eran breves biografías, que incluían una imagen, datos biográficos y circunstancias de la faceta del saber en la que destacaba el personaje. Estos libros me acompañaron como entret enimien to y fuente de conocimientos. En el último curso, nueve años, llegaron a la escuela unos cuantos volúmenes, muy bien encuadernados, y que abrieron mi i maginación hacia países y personajes desconocidos: La flecha negra de R.L. Stevenson; Miguel Strogoff de J. Verne o La hija del capitán de A. Pushkin, entre otros.
«Ya era un lector empedernido»
A partir de los diez años empecé Bachillerato, que cursé en León, en el Instituto «Padre Isla», como alumno becario residente en el Colegio Menor JDO. Ya era un lector empedernido.
En Cuarto Curso, catorce años, la Biblioteca del «Padre Isla» aumentó su fondo de préstamo con una treinta de volúmenes de la e ditorial Plaza & Janés, Col. Libros Reno. Allí estaban autores a los que yo no había oído nombrar en mi vida como Mika Waltari, Knut Hamsum, A.J. Cronín, Tomás Salvador, Francisco Candel y tantos otros que omito para no aburrir. A lo largo de aquel curso, los leí todos.
Recuerdo con afecto, entre los textos oficiales del curso, una Antología de la Literatura española y universal (Ed. Teide) al cuidado de José García López. Allí aparecían fragmentos que invitaban a la lectura íntegra de las obras mencionadas y yo atendía a la invitación.
Las vacaciones de verano suponían seguir con nuevas lecturas, casi siempre de la biblioteca de mi tía Asunción, maestra, pero sobre todo la inmersión en un mundo casi inabarcable: las novelas del Oeste.
Las novelas del Oeste se cambiaban en el kiosco y las había más nuevas y más usadas con diferente precio de trueque. Yo sólo podía optar a las más usadas y la tarifa era de cincuenta céntimos el ejemplar. Cada una me duraba un día o como máximo dos.
No me gustaban las del autor tal vez más editado y leído, Marcial Lafuente Estefanía. Mis gustos iban, sobre todo, por tres autores: Keith Luger, Silver Kane, y Clark Carrados. Muchos años después, descubrí que se trataba de autores de calidad (Miguel Oliveros, Francisco González Ledesma, Luis García Lecha), con ideología de izquierdas, represaliados y que se buscaban en este género su «modus vivendi». Eran volúmenes en pequeño formato, de las editoriales Bruguera o Ferma, con títulos que adelantaban la emoción del contenido: Póker de damas , Miedo en la ciudad , La última partida .
El Bachillerato Superior y el Preuniversitario fueron cursos de trabajo intenso, pero también de satisfacciones duraderas en el campo de la lectura. Más allá de la exigencia académica, fui entrando en los clásicos, sobre todo griegos, Ilíada , Odisea , y se iniciaron algunas preferencias que han tenido continuidad a lo largo de los años: el poema Ítaca de K. Kavafis ha sido para mí un referente vital.