Diario de León

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Campamento de Candaf, Sáhara Septentrional. Mediodía. Penumbra en el interior de la casa de adobe para mitigar el calor en la hora tórrida donde la manecilla pequeña del reloj desaparece debajo de la que marca los minutos a veces interminables. Quietud en el horizonte. Únicamente ladridos de perros que rompen en el exterior esa armonía sedentaria por la que algunos pagarían una indecente cantidad de dinero, si la placidez intrínseca se pudiera conseguir a base de tarjeta de crédito, de débito u otro artificio bancario usurero.

Fátima trasiega con dudosa intención de un lado para otro de la sala. Al cabo, se detiene frente al hombre.

­—Dime, ¿cuándo me harás caso? Te pasas el día ante el ordenador, bebiendo cerveza y mimando a ese perro estúpido. ¿Es que los españoles no queréis a las mujeres de verdad? -soltó con mirada felina que sólo ella sabía arrojar con verdadero enojo bereber.

El aludido alzó ligeramente la cabeza del teclado y arqueó las cejas con una suerte de interés mal disimulado.

—Recuerda que soy tan español como árabe -logró balbucear en medio de un ataque de tos sobrevenido antes de que la mujer se metiera de malos modos en la cocina.

De súbito, la fémina volvió sobre sus pasos y fijó los ojos azabache en el rostro del tipo.

—¡A lo perro, tómame a lo perro, por favor! Hace un mes que no me conquistas. Sólo bebes y escribes. Ámame, Odracir. Sé un hombre y poséeme con cariño. Deséame como antes…

E l varón se levantó de la silla, apartó el portátil, se acercó a ella y alargó la mano hasta tocar ligeramente su mejilla con las yemas de los dedos, en un gesto de ternura que al decir de los entendidos viene a ser el reposo de la pasión.

—Lo siento, pero sabes que no puedo; no doy para más. El libro me tiene atrapado y hasta que no termine de escribirlo no soy capaz de dominar mi voluntad. No se trata de nada personal, es que estoy enganchado en la redacción; espera unos días, ya se me pasará… —le objetó con propósito de calmar el enfado de la mujer.

Ella, que permanecía altiva como un mástil castrense, no quiso soportar la ira, esa especie de locura fugaz cuya ráfaga suele sofocar la vela tintineante del raciocinio.

—Eres un maldito borracho y un impotente. ¡Te maldigo, hijo de mil cabras! –le rebatió fuera de sí, mientras tomaba un libro de encima de la mesa y lo arrojaba sobre el suelo, al tiempo que salía de la habitación con aire de grave ofensa.

El hombre se agachó y tomó el volumen en sus manos. Luego lo colocó al lado de la taza de té, en una esquina de la mesa repujada. En su contraportada azul con texto calado en blanco se podía leer: «Odracir es un escritor de origen beduino-español. Nació en otoño de 1957 en el acantonamiento avanzado de ardientes arenas en Sidi Ifni, provincia española de ultramar en la época. Su padre, sargento primero legionario del Tercio «Juan de Austria», procedente de una comarca sencilla y profunda del noroeste español, murió en la Guerra de Ifni en verano de 1958. Huérfano a temprana edad, el pequeño Odracir fue educado en el Sáhara colonial bajo las normas cabileñas del desierto nómada. Odracir goza, por consiguiente, de varias nacionalidades que como bohemio librepensador nunca ha tenido en cuenta por considerarse vecino del cosmos. A pesar de sus viajes, reside por norma en un campamento en tierra de nadie al noreste del Sáhara Septentrional, junto a su perro y su portátil. Consagra el tiempo a la novela y el ensayo. También cultiva la poesía que redacta a mano con pluma de caña y teje la lana como lo hacían sus ancestros peninsulares. Escribe desde hace años para varios medios y es autor de numerosos libros firmados a menudo bajo pseudónimo».

El ejemplar rescatado del pavimento de cerámica roja era una de sus últimas obras publicadas. El editor había decidido colocar la biografía en la contraportada, en lugar de situarla en la solapa, punto natural para ese tipo de pasaje, con el ánimo de vender una imagen bucólica e idealizada del autor, en una época donde muchos lectores pasan por caja después de echarle un vistazo rápido a la portada, a la cubierta trasera y tal vez a las solapas, si las tuviera.

L a cuestión pintaba mal. Odracir sabía que, o acababa con esa situación límite o el asunto terminaría en un laberinto de problemas. Fátima tenía razón; si quieres miel, no debes descuidar la colmena. Llevaba atrapado varias semanas redactando líneas y líneas y ni siquiera atisbaba el final del trabajo. Sin duda, estaba a merced de las musas y, lo peor del embrollo, era rehén de sí mismo. No lo dudó por más tiempo. Elevó la pantalla del Toshiba, colocó los dedos sobre el teclado y comenzó a escribir en un envite lírico y determinante:

«Escruto las dunas insurrectas y veo a lo lejos la cábila de hombres y bestias postrados. Lo hermoso del desierto es que en algún lugar se esconde un pozo colmado de quimeras y heterónimos. Saboreo el aire ocre y rumio la arena profética de los idus de marzo. Todos los caminos son uno. Mi perro se acerca servil. Le acaricio la mirada y trota confiado hacia la jaima de la escuela. Los perros del mundo tienen todas las bondades del ser humano, pero carecen de sus defectos. Fátima cocina callada; su silencio derrama fecundidad. Contemplo las dunas y se me vencen los párpados rendidos a la quietud. Todos somos un desierto velado y metaliterario -pienso mientras alejo la taza de té-. A veces la memoria es más temeraria que la imaginación. ¿Acaso los poetas malditos no están siempre del lado de la verdad? En efecto, las derrotas no son fracasos y la inspiración, es evidente, no da más de sí. Fátima me espera. Errar es humano, perdonar, canino».

Apagó el ordenador, se atusó el cabello y dirigió la vista hacia la cocina. Fátima se sintió observada. Él se irguió, retiró la silla de su trayectoria y se allegó cauteloso a la mujer. Ella le recibió con una leve caricia en los labios y candor en el semblante. En ese instante, liberado de la tiranía de las musas, el hombre cayó en la cuenta de dos viejos preceptos inapelables de la naturaleza: el amor pasional, como la tos, no se puede ocultar por mucho tiempo, y quizá lo más elemental: las mujeres, como los gatos, obran a capricho; los hombres y los perros, sin embargo, van a remolque. Ley de vida. Nada personal.

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