JUANA SALABERT. NOVELISTA
«Lo más hermoso de escribir literatura es poder vivir muchas vidas»
La novelista Juana Salabert (París, 1962) tiene una larga trayectoria narrativa que culmina, de momento, con La faz de la tierra (Alianza Editorial), una intrigante novela coral, vital y contundente sobre las relaciones de pareja y sus límites infranqueables. Una reflexión profunda y amena acerca, asimismo, de padres e hijos, del amor y sus límites, de la familia y sus demonios y de lo que cada uno de sus miembros intuye, calla…, o prefiere peligrosamente ignorar.
—Regresa a las librerías tras cinco años de silencio creativo, desde la publicación de El bulevar del miedo (Premio de Novela Fernando Quiñones). ¿Cómo le ha resultado reencontrarse con su escritura tras ese período?
—No fue exactamente un «silencio creativo» porque entretanto seguí más o menos escribiendo (muchos relatos, partes de una novela dejada para más adelante porque vino a cruzarse de por medio, con fuerza dominadora e imperativa, La faz de la tierra , bosquejos de otra obra que seguramente termine escribiendo en francés). Siempre fui razonablemente prolífica a la par que exigente, en el sentido de que sólo se debe escribir, o para ser más exactos, publicar, aquello que de veras se «necesitó» contar. Pero la verdad es que tras la muerte de mi padre en 2007 necesité un período de «cura» emocional. Su pérdida supuso para mí una verdadera conmoción y una necesidad de recapitular muchas vivencias y sentimientos. Fue como si en mitad de estos tiempos de prisas disparatadas hubiese necesitado «detenerme» a mí misma, era igual que estar sola en mitad de un campo vallado. No suele gustarme hablar de mi vida ni para bien ni para mal (y por eso no practico la llamada «auto ficción», que suelo admirar, por lo demás, en tantos otros escritores), pero lo cierto es que al perder a mi padre sentí que no sólo lo perdía a él. Supe que perdía a la vez todo un mundo y que la madurez llegaba de golpe. Supongo que se trató de una verdadera crisis (maldita palabra, titular de mala hora) y que en su momento no llegué a reconocerla.
—En Velódromo de invierno se apoyaba en la tristemente célebre redada del velódromo de invierno parisino, y en El bulevar del miedo retrataba la complicidad entre la España de la posguerra y la Alemania nazi en el expolio de obras de arte. La faz de la tierra es sin embargo una novela ambientada en la España de 2007 sin ninguna carga histórica. ¿Le ha resultado complicado prescindir del elemento histórico para la escritura de La faz de la tierra ?
—En absoluto, cada novela tiene su lenguaje, su momento, su mundo, su tiempo y a mí no me resulta difícil, creo, moverme en espacios y épocas diferentes de nuestra contemporaneidad. La faz de la tierra tenía que transcurrir en el 2007, al inicio de la gran crisis, eso lo supe nada más imaginarme a sus diferentes personajes y su desazón, sus ilusiones perdidas y sus tremendas ganas, sin embargo, de sobrevivir, de reconstituirse, al menos en el caso de Ela, su protagonista. Además, yo no soy una novelista que se ciña a nada. Ni a un género, ni a una temática. Ni siquiera a un estilo, porque así como cada persona tiene su «habla», cada historia tiene su lenguaje. Escribo en cada momento lo que me inquieta y necesito escribir, aquello que se apodera de mí y no me deja casi ni respirar más allá de sus márgenes. ¿No es acaso maravilloso desvelarse pensando si tal o cual de tus personajes tendrá, o no, en las páginas por escribir al día siguiente un presentimiento, una alegría, una desdicha o una sorpresa? ¿No es fascinante vivir a la espera de «captar» insospechadas reacciones de tus seres imaginarios, queribles u odiosos o ambas cosas a la vez? Eso es lo más hermoso de escribir literatura, ese poder vivir muchas vidas y muchos tiempos dentro de tu piel. Es como moverse, desplazarse por esos universos paralelos cuya teoría física siempre me ha fascinado. Así que, aun reconociendo que la memoria y el pasado inmediato me obsesionan porque en ellos están las claves y el germen de nuestro presente, jamás me definiría a mí misma como anclada a un tiempo o a unos temas determinados. Y por lo demás, la gran redada nazi-vichysta de 1942 de los judíos parisienses de origen y nacionalidades extranjeras encerrados en el «Vel d’Hiv» o «Velódromo de invierno» era, en el año 2001, cuando yo publiqué mi novela del mismo título, una tragedia contemporánea absolutamente desconocida para el público español. Ahora, las cosas han cambiado un poco en este aspecto en nuestro país.
—Y de nuevo recupera la ciudad imaginaria de Finis, ya presente en otros títulos suyos, con su atmósfera opresiva y cerrada.
—Efectivamente, soy bastante «leal» a esa ciudad que muchos años atrás imaginé atlántica y dispar, con su gótico luminoso y sus imaginativas villas de indianos, sus astilleros reducidos a la nada tras las reconversiones industriales y sus especulaciones inmobiliarias de ayer mismo. Un lugar de esplendores y podredumbres, de monumentos y miserias tras de su fachada de «orden» y reclamos turísticos, nacido del recuerdo de muchas ciudades, de la invención caprichosa de rincones, muelles y plazas que fueron dibujándose a escala dentro de mí. Quizá le sea fiel porque hablar de un lugar que es uno y muchos, y a la vez ninguno, te proporciona una gran libertad a la hora de narrar. Y también porque a estas alturas me gusta pasearme por ella con los ojos cerrados. Así alcanzo a verla mejor, puedo anticiparme a sus zonas desconocidas y por descubrir.
A fin de cuentas, se trata de un juego literario más. Como el de «sacar», a veces en una simple línea o en un párrafo sucinto, al personaje secundario de una novela anterior en la siguiente, algo que yo hago de modo casi supersticioso para que nunca se rompan los hilos que me unen con lo que dejé atrás. Son pequeñas manías irrelevantes, supongo que meros gestos contra el desa-rraigo y los desasosiegos.
—Un personaje alude en un momento de la novela a la cita de Tolstói que afirma que «todas las familias felices se parecen, mientras que las infelices son desgraciadas a su manera». La que nos ocupa lleva su carga de secretos, resentimientos, renuncias y frustraciones.
—Imagino que incluso las familias medianamente «felices» llevan determinadas cargas tras de sí. Esta, en concreto, «desgraciada a su manera», acumula demasiados silencios y rencores a sus espaldas, pero ninguno de sus miembros sabe ni siquiera una mínima parte de los secretos, culpas, carencias, venganzas y complejos del resto. Se miran, pero no se ven… han decidido no verse, para evitarse dolor y problemas. No son, sin embargo, excepción hecha de un caso determinado, seres «raros». Adrián, Sofía, la propia Ela… A primera vista, podrían ser cualquiera en una calle, un café, un aparcamiento, una consulta médica. Como todos, por otra parte, nadie exhibe enteramente sus heridas ni muestra la inevitable oscuridad que lleva dentro. Ni a sí mismo ni, por supuesto, a los demás,
—Cita unos versos de Cernuda, «Aunque estaba lejos y en tierra extraña, deseaste volver a aquel jardín». ¿Ese jardín es la infancia?
—La infancia nunca ha sido, pese a los tópicos biempensantes, un territorio y una etapa edénicos. Pero en esta novela se habla, entre otros temas, de la soledad de ciertas infancias. Un niño gordo y una niña que tartamudea por causas determinadas frente al acoso de quienes, en nombre de la «normalidad», los acosan por diferentes, otro niño agobiado por el peso de su propia y casi anuladora belleza… Quienes han sufrido muy temprano las burlas y la malevolencia ajenas viven espantos cotidianos en los patios y recreos escolares, en los parques y las calles. Y callan muchas, demasiadas veces, en su afán, equivocado, pero tremendamente conmovedor, de proteger a los suyos. Esos niños necesitan refugios y el jardín de la villa abandonada de los Bergara cumple en la novela la función de refugio y de mucho más, porque es, también, la puerta abierta a la imaginación, al corazón secreto de las cosas y los mundos inexplorados. Además, yo amo los jardines, sin duda porque de niña pasé muchos veranos en uno, maravilloso, diseñado por mi abuelo. Allí dentro, a la sombra de los viejos muros, los cipreses y los magnolios, me bastaba dar cuatro pasos seguidos en una dirección cualquiera para sentir el misterio, la laberíntica belleza del mundo. Ela y Jonás anhelaron de niños perderse en la aventura de ese jardín condenado porque de un modo intuitivo, pero certero, supieron que allí les aguardaba lo mejor y menos dañado de sí mismos. Es decir, la curiosidad, el entusiasmo, la imaginación, la ilusión.
—Se habla mucho de las lecturas de la infancia, del refugio que brinda la literatura, de las complicidades que crea…
—En realidad, se habla sobre todo de la imaginación y el entusiasmo, del temprano descubrimiento del mundo, de uno mismo en la insólita aventura del vivir junto y frente a los «otros» a través, por supuesto, aunque no sólo, de la lectura apasionada, salvadora y cómplice. Hay, desde luego, vía personajes como Jonás, su abuelo y Ela, un profundo homenaje a Verne y al simbolismo de sus viajes «extraordinarios», un canto de amor y comprensión a la desengañada soledad del capitán Nemo… Mientras escribía esos pocos y concretos pasajes me sentí muy conmovida, como es lógico. Porque yo, hija de traductor, biógrafo y ensayista verniano, crecí obsesionada con «el centro de la tierra» y las cordilleras submarinas, con islas misteriosas y sepulturas entre corales. A los ocho años amaba con locura a Verne y a Poe y sigo amándolos con idéntica pasión. Hay amores que perviven y de un modo u otro, al revivirlos siquiera sea en un párrafo, he establecido mi propio y cifrado homenaje a toda una «educación sentimental», a un modo de entender y nombrar el mundo y sus posibilidades.
—Aborda el tema del maltrato de manera directa, una verdadera lacra.
—Una lacra y un horror crecientes, en efecto, es el infierno de todos los días padecidos por miles y miles de mujeres de los ámbitos y orígenes más diversos. En la novela se aborda este tema, el de la violencia de género, con toda claridad, pero sin incurrir en insustancialidades ni en ninguna clase de morbo, a través de una joven pareja y de su entorno familiar. Ambos, Ela y Álvaro, cada uno con sus respectivos pasados, obsesiones y temores bien celados y a resguardo dentro de sí, vivieron profundamente enamorados y felices… Hasta que las perdices se les tornaron amargas tras sufrir la pérdida más terrible y devastadora. Creo que el lector sacará sus propios y más que evidentes conclusiones sin necesidad de otros mensajes que los derivados de las situaciones, las relaciones, los conflictos y la psique de los personajes. En cualquier caso, La faz de la tierra no es en absoluto una novela de tesis o de enunciados sociológicos. A mí me importa sobre todo dotar de verosimilitud a mis personajes, sentirlos vivos y únicos en lo que su «intra-historia» se refiere para que otros, que convivirán con ellos durante el proceso de lectura, así los perciban.
—Tampoco es una novela de-sesperanzada… Hay cierto margen para la redención.
—Yo no hablaría en este caso de redención alguna… y desde luego, no de perdones imposibles, pero sí, ciertamente, de esperanza. De ganas de vivir y salir adelante. Y del apoyo casi mágico que en situaciones extremas nos brindan las amistadas inquebrantables y el recuerdo, los ecos de quienes nos amaron, aunque ya no estén sobre la faz de la tierra. Porque esta es una novela de huidas, sí, pero no de huidas hacia adelante. Al principio de su malogrado viaje y a pesar de huir de sus dolorosas circunstancias, Ela huye ante todo hacia sí misma. Es decir, hacia la vida que merece ser vivida.