Diario de León

PARA PERPETUAR LA MEMORIA

El filandón de Rosario

«Tenían entonces la cocina en la planta de arriba y conservaban la vieja chimenea de la cocina de leña donde se curaba la carne, se cocía la caldera para los cerdos y se asaban castañas».

«Tenían entonces la cocina en la planta de arriba y conservaban la vieja chimenea de la cocina de leña donde se curaba la carne, se cocía la caldera para los cerdos y se asaban castañas».

Publicado por
ÁNGEL DE PAZ FERNÁNDEZ
León

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Con motivo de la boda de mi sobrina Sara, he vuelto a pasar tres días en Noceda. Alojado en Las Fontaninas , en el centro de San Pedro, pude retroceder por unas cuantas horas a los lugares de mi infancia y primera juventud. Tuve tiempo para hablar con mis viejos amigos y visitar alguna casa que me embargó con sus viejos recuerdos.

Al dar una vuelta por la huerta rectoral, donde aún se mantienen vivos algunos manzanos plantados por mi padre y mi tío hace 60 años, vi con alegría que estaba abierta la casa de nuestra vecina Rosario, ahora de su hijo Manolo.

La casa vieja estaba separada de la casa rectoral, donde yo vivía, por el estrecho callejo de Trascasa, de forma que su corredor y nuestra galería casi se tocaban.

Rosario Arias se había quedado viuda muy joven con 4 hijos niños que, según solía decir ella, cabían todos bajo una talega. Cuando, el año 50, yo me avecindé allí ya estaban un poco crecidos, pero el mayor, Santiago, andaba por los 16 años. Vivían de la agricultura, como tradicionalmente se hacía en Noceda y tenían bastantes propiedades: prados, tierras, linares, castaños, matas, las viñas en Arlanza y Viñales, ovejas, vacas y hasta una pareja de bueyes.

En su era y su casa vi hacer las últimas labores del lino en Noceda y acompañé a sus hijos a meter en el río las pequeñas gavillas que se hacían con las plantas tras peinarlas para separar las semillas, la linaza, que se vendía a buen precio.

Mi madre había venido a Noceda el año 30 y entre ella y Rosario siempre había habido la relación entrañable de dos buenas vecinas, a veces más íntima que con la propia familia. Rosario y sus hijos enseguida fueron para mí como mi segunda casa. Con ellos pasaba casi todas las largas tardes de invierno hasta que, a eso de las 10, mi padre regresaba de la escuela de la noche y me reclamaban para cenar. Tenían entonces la cocina en la planta de arriba y conservaban la vieja chimenea de la cocina de leña donde se curaba la carne, se cocía la caldera para los cerdos y se asaban castañas. La puerta de entrada a la casa estaba como a 1 metro de altura sobre un poyo al que se accedía por dos escaleras laterales.

R osario era una mujer afable y de buen humor pese a la desgracia familiar que sufría con cristiana resignación. En cuanto atardecía, yo ya estaba allí. Además de Rosario y sus hijos, no siempre estaban todos, venía Quica, Francisca Alvarez, una vecina mayor soltera que vivía sola y muy humildemente. Algunas veces también venía Manuel Nogaledo, viudo de Teresa, hermana de Quica. Entre ellos dos se lanzaban ciertas pullas que yo, entonces, no acababa de comprender. Rosario procuraba poner paz y siempre había historias interesantes, fueran vividas o fueran cuentos que amenizaban los trabajos que iban haciendo: preparar la cena, hilar, enmadejar y devanar la lana o el lino. En estas tareas, a veces, me pedían ayuda. Quica siempre terminaba sus explicaciones con una interrogación retórica: ¿No verdad? Me parece estar oyéndola. Si la enfadaba, me llamaba ancarés, por haber nacido yo en Lillo y me amenazaba con el huso o me daba con él, si podía. Como, a menudo, se iba la luz, además del farol de aceite, tenían una lámpara de petróleo del que siempre tenían a mano una pequeña cantidad guardada en una alcuza. Allí aprendí la palabra.

Si se trataba de historias vividas, Nogaledo tenía muchas de sus años en Estados Unidos, en el Norte , decía él; pero cuentos, la que sabía y los contaba mejor era Rosario: Cuentos tradicionales del lobo y la raposa, Xan y Mariquita . Cuentos divertidos e ingenuamente picantes de bodas y fiestas que recuerdo a retazos. Historias tremebundas de lobos que devoraban algún jovenzuelo insensato. Explicaba con sentido dramatismo cómo era despedazado por las fieras el hijo de una viuda que se marchaba de casa por las noches y, para engañar a su madre, metía en la cama un saco relleno de paja y vestido con viejas camisas suyas. Aquello era un auténtico filandón.

D espués de tantos cuentos de lobos y otras historias truculentas, el problema lo tenía yo para volver a casa: sentía pánico. Eran sólo unos metros; pero antes de cruzar el callejo, me plantaba en el poyo de entrada, miraba dos o tres veces a derecha e izquierda y de dos brincos me plantaba en la rectoral sin volver la cabeza ni para decir adiós.

Cuando murió Quica aquellas reuniones cambiaron. Nogaledo, más torpe cada día con su pierna postiza, también dejó de acudir. Yo seguía yendo porque con ella y sus hijos ya éramos suficientes para pasar una buena velada. A los 10 años mis padres me enviaron interno a Las Ermitas y entonces sí que se acabaron para mí aquellos ratos amables de las largas tardes de invierno; pero la nostalgia que me producía su recuerdo me acompañó siempre. No había carta en la que no me acordase de mandar mis recuerdos a Rosario.

Mientras visitaba su casa, acompañado por sus hijos Manolo y Antonina, reviví todo de nuevo. Asomado a la plaza desde el corredor ¡Cuántos recuerdos! Hasta creí oír el crujir de la cadena del pozo, donde todo el barrio calmaba la sed y, en invierno, abrevaba las vacas.

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