Diario de León

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Sabes que estás muerto cuando te arrebatan la parabellum de la mano, te retiran la placa del bolsillo de la chaqueta y el día del entierro algún colega del Cuerpo le tira los tejos a tu viuda a la hora del medalleo oficial. Entonces comprendes el porqué de todas las cosas. Pero ya no tiene vuelta atrás. Ya no. De haberlo advertido antes, tal vez estaría tomándome una birra fresquita en el bar, después del trabajo.

La comisaría del distrito Centro siempre tuvo fama de maldita. Siempre. Los alumnos de la academia eludían ir de prácticas porque todos los años alguno malograba la jura del cargo. Entre las prostitutas, los camellos y el lumpen, las tentaciones y los de asuntos internos rondaban permanentemente a los agentes y el lamentable edificio de la propia comisaría. Así eran las cosas de ordinario.

El turno de noche mantenía sus incondicionales. Quince años atisbando las calles mientras la gente dormía, me conferían cierta autoridad en una demarcación donde a los seis meses estabas quemado, expedientado o quizá en la puñetera calle con deshonor. Los «caídos en acto de servicio» no contaban. Así eran las cosas de ordinario.

Por la comisaría pasaban muchos polis. Infinidad. Pero todos, en cuanto podían, se quitaban de en medio con un cambio de destino. Si alguien se quedaba, mala señal. ¡Bragueta, mandanga o cazo! No fallaba. Lo mío era público y notorio; nunca lo oculté. Para qué. Se llamaba Lola y se ocupaba directamente en un hostal. Por respeto «a la autoridad», evitaba pavonearse en las aceras. La foto insinuante en la sección de contactos de los periódicos le servía de aval. Ningún macarra se atrevió a molestarla; era propiedad privada. Mi mujer jamás sospechó nada. No tenía motivo. El turno de noche me ofrecía una inmejorable coartada.

«Perro no come perro», nos repetíamos cual pacto sagrado entre los maderos del turno crepuscular. ¡Bragueta, mandanga o cazo! Cada uno con lo suyo y Dios en lo de todos. Así eran las cosas de ordinario. Pero yo tenía mis propias ideas. Ya lo creo. Siempre hubo categorías y no me gustaban los polis que ponían el cazo o, aún peor, que traficaban con mandanga. Esa mierda que esclaviza primero y mata después miserablemente a las personas.

P ese a las connivencias, y aunque ninguno lucíamos la etiqueta de angelitos, nunca confié en Serrano. Era uno de esos agentes con mano larga, pelvis ligera y tabique nasal ancho. Nada le venía mal.

El día de marras, sobre las dos de la madrugada, la emisora central dio un comunicado urgente: «¡A todas las unidades, atraco con arma de fuego en el Macdonald de plaza de la Constitución!». Y allí nos lanzamos con pirulo y sirena. Fuimos los primeros en llegar. Conducía Serrano, y no lo hacía mal, la verdad sea dicha. Era un coche camuflado y, en consecuencia, unas travesías antes quité los aullidos y el lanzades-tellos para no poner sobre aviso a los asaltantes. Bajé decidido con la pistola montada en la mano. Serrano quedó unos instantes cruzando el coche en la acera para impedir el paso a los peatones. Asomé apenas medio cuerpo poco a poco por la puerta de cristal opaco de la hamburguesería y, en ese preciso momento, supe que todo estaba perdido. Absolutamente todo. Lo vi allí, frente a mí, escuálido, con la cara desencajada y los ojos hundidos. Se trataba de uno de esos yonkis que sobreviven a duras penas dando palos por donde pueden para quitarse el mono de encima. Empuñaba la recortada temblorosa apuntando a la entrada. Luego de trincar el dinero de la caja, el muy hijo de su madre esperó a que llegara la policía. Hubiera podido huir; pero prefirió aguardar. En sus pupilas cenagosas aprecié un mensaje de odio incontenible. Quería vengarse de algo o de alguien. Acaso de la sociedad misma. «Y un madero me parece lo justo», venía a decir aquella mirada triste y cruel, cargada de sinceridad e ira. De súbito, el fogonazo: ¡impacto mortal de necesidad! Así de simple y caníbal. La suerte no se puede almacenar a capricho.

A los pocos segundos apareció Serrano. El atracador se largaba a la carrera. Le pudo disparar antes de que desapareciera por la esquina, pero no lo hizo. El que a nada apunta a nada le da. Simplemente se agachó, me palpó la vena del cuello y, luego de verificar que estaba muerto, pidió refuerzos por el radiotransmisor. Al cabo, se volvió a encorvar, me cogió la muñeca, soltó la cadena del Rolex que me había regalado Lola y se lo metió sin disimulo en el bolsillo. «Estás jodido, tío», masculló entre dientes, a modo de plegaria apócrifa.

D os días después le pasó, como el que no quiere la cosa, el brazo por la cintura a mi mujer en pleno cementerio. No se cortó un pelo. Le puso ojitos de lástima durante el sepelio y prometió visitarla a menudo, «para darte ánimos en estos momentos terribles», le comentó con cinismo y sin escrúpulos. Mi parienta picó como una idiota. Siempre lo fue. Tanto que, así las cosas, al mes estaban enrollados. Cuando les veía amancebándose en mi cama se me revolvían las tripas, por un lado, pero por otro, he de confesarlo sin rubor, sentía un puntito de placer en plan masoca voyeur presenciando aquellos lances sexuales de Serrano encima de mi mujercita.

«Perro no come perro». Era la máxima sagrada de los polis del turno de noche. Vivos o muertos, no importaba. «Perro no come perro». Y Serrano había transgredido vilmente el juramento. Poco podía hacer ya en mis circunstancias…, excepto sacar un as que tenía escondido, sin yo quererlo, en la manga.

Lo había descubierto tiempo atrás. Con motivo de un maratón corporativo de la Cruz Roja para fomentar las donaciones de sangre entre funcionarios. Me llamaron y pasé por el hospital. Me dijeron que mi donación presentaba anomalías. Estimaron que el asunto venía de largo; al menos de un año antes. Quedé muy preocupado por el tema.

Durante varias semanas estuve buscando el momento oportuno para decírselo a mi mujer. Me faltaba valor, pero dado el tiempo transcurrido era obvio que las prisas resultaban ya completamente estériles. Cuando por fin acopié el coraje que necesitaba para hablar con ella, lo recuerdo como si fuera hoy mismo, mi parienta se me plantó delante y, aguantando la respiración, se desahogó: «cariño, te quiero pero sin estar enamorada. Creo que lo mejor es que nos divorciemos. Lo tengo decidido…». Y se quedó tan tranquila. Al día siguiente se lo conté a Lola. Le dio un ataque de risa amarga y me aconsejó que guardara silencio; el asunto seguiría perteneciendo a nuestro cofre particular de secretos. Ella bien lo sabía por ser el origen, involuntario, pero origen al fin y al cabo, del problema

Y en esas estábamos cuando el yonki de mirada triste me pegó el tiro a bocajarro con la recortada y me dejó seco en la plaza de la Constitución.

Serrano, traidor, bienvenido al virus del Sida. Lobo sí come perro.

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