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POR cristina fanjul

Salir de escena

l. Es un dilema cuya solución no tiene vuelta atrás. La crisis ha devuelto el suicidio a la primera página. morir por amor, por desencanto, por sentimiento de culpa, por melancolía, por ausencia de horizontes... la lista de razones para el suicidio es tan larga como las que se dan para la vida

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POR cristina fanjul
León

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Todas las mañanas llego a la oficina, me siento, enciendo la lámpara, abro el portafolio y, antes de comenzar la tarea diaria, escribo una línea en la larga carta donde, desde hace seis años, explico minuciosamente las razones de mi suicidio». El microrrelato de Luis Mateo Díez ejemplifica lo que Albert Camus definió como el único problema filosófico serio. Corría el año 1942, en plena guerra —podría decirse que en ciertos sentidos similar a la actual—, un momento convulso que cambió el mundo para siempre. Los suicidios se multiplicaban y es entonces que aparece El mito de Sísifo, que actualiza la leyenda del héroe condenado al trabajo inútil de subir una pesada piedra que, indefectiblemente, volverá a rodar montaña abajo. «Juzgar si la vida merece o no la pena de ser vivida es responder a la cuestión fundamental de la filosofía», defiende el pensador francés.

Silenciado en los medios de comunicación durante décadas, el suicidio ha vuelto a la primera página a causa del violento brote que ha tenido lugar en Grecia. Y es que cada día se suicidan de dos a tres griegos, según cálculos no oficiales de los colegios de doctores y las oenegés. Unos 2.500 helenos se habrían quitado la vida en los últimos tres años, aunque estas cifras no están confirmadas. Los cálculos no oficiales señalan un incremento del 40% entre las personas que se quitan la vida. La mayoría de las historias de los fallecidos no llegan a los medios: «Hombre muerto tras caer al metro» o «Cae de un puente» suelen ser los fríos titulares de la prensa helena.

La historia de la literatura está plagada de novelas en las que la autodeterminación vital es protagonista. La última la firma un griego, Petros Márkaris, que en Con el agua al cuello aborda el epílogo abrupto por el que optan cientos de griegos.

Suicidas famosos fueron Byron, Leopardi, Mishima, Pavese, Pizarnik, Hemingway o Dante Gabriel Rossetti, pero no fueron los únicos. Siguiendo con Grecia, habría que recordar la muerte de Sócrates, si bien este final puede ser asimilado más bien a una pena de muerte inducida.

El catedrático de Historia de la Filosofía en la Universidad Pontificia de Salamanca y director de la revista Cuadernos salmantinos de Filosofía , Antonio Pintor, subraya que en las obras de Platón — Las Leyes — y Aristóteles — Ética a Nicómaco — aparece la idea de la ilicitud del suicidio en razón del perjuicio social que ocasiona. «De ahí derivará la durísima legislación contra el suicidio, que ha estado vigente en casi toda Europa hasta épocas recientes», precisa el profesor, que añade que ya en el Cristianismo hay una estigmatización del suicida —es el caso de Judas Iscariote— puesto que no deja tiempo al arrepentimiento. La explicación es que Dios es el señor de la vida y de la muerte y, por tanto, el suicida perturba el orden de la providencia en el mundo.

Pintor Ramos se refiere también al suicidio estoico, igualmente defendido por los epicúreos, si bien con distinta argumentación. La raíz es sencilla: la vida es el valor primario y, por tanto, debe ser siempre defendida; pero no es el valor absoluto y, en condiciones extremas, la vida no vale la pena. En las Epístolas morales a Lucilio (la carta LXX se titula Puede desearse la muerte cuando es más ventajosa que la vida ), Séneca explica que el ideal del sabio estoico es una vida plena en la que el individuo tenga total control de su existencia; por tanto, desprecia las circunstancias exteriores y busca la imperturbabilidad haciendo frente a las perturbaciones exteriores. «Sólo en casos extremos, cuando las circunstancias hacen imposible una existencia soportable o el poderoso no permite el dominio de la propia vida, quedaría como última manifestación de autocontrol quitarse la vida», precisa Antonio Pintor, que añade que el suicidio está justificado cuando es la única vía para «no cerrar el camino a la libertad». «Eso es lo que hará Séneca cuando su antiguo discípulo Nerón lo condene a muerte, abriéndose las venas en el baño».

El filósofo relata cómo fueron los ilustrados los que pusieron en marcha en el siglo XVIII una campaña a favor de la revisión de la legislación penal sobre los suicidas y sus familias, con la hipótesis de que los muertos no son sujetos de derecho. Por entonces, regía la prohibición de que los suicidas fuesen enterrados en sagrado y sin ceremonias fúnebres (una ley que en el siglo XX seguía vigente) y la mayoría de las legislaciones ordenaban la confiscación de los bienes del suicida. «Fue Montesquieu quien, en las Cartas persas , inicia una campaña contra este modo de pensar, argumentando que si Dios es omnisciente los suicidas no alterarán el orden de la providencia porque esa providencia ya contaría con ellos», relata Pintor. Montesquieu, además, tampoco ve justo que el suicida contraiga una deuda social que tengan que pagar sus familiares porque esa idea no casa con la concepción jurídica liberal, que ve el orden jurídico como defensa de los derechos del individuo. «Sorprendente» le parece al profesor la posición del pesimista por excelencia, el filósofo Schopenhauer. «Para él, la raíz de todos los males es la voluntad de vivir y ésa es una de las causas de su redomada misoginia, porque la mujer propaga la vida y con ella la voluntad de vivir», comenta con humor. El caso es que, sin embargo, este filósofo rechazaba de plano el suicidio porque eso significaría seguir en la línea de la voluntad de vivir y lo que él propone —«siempre a los demás»— es desactivar esa voluntad mediante una durísima ascética que pierda todo gusto por la vida y por reproducirla.

«En conjunto, da la impresión de que la civilización occidental lleva una especie de marca genética de alegría de vivir por haber nacido en las costas soleadas del Mediterráneo y entre filósofos no hay nada similar a las posturas del budismo que buscan una liberación de la carga de vivir», reflexiona Antonio Pintor.

En la ficción

Desde el punto de vista literario, el suicidio siempre ha sido un tema atractivo. Sin duda, la suicida más famosa es Emma, la heroína de Flaubert. «Madame Bovary soy yo», aseguraba el novelista cada vez que alguien le preguntaba por la gran verosimilitud del personaje. En El loro de Flaubert , Julian Barnes hace un repaso a través de la vida y obra del autor francés a partir del pájaro que aparece en la novela Un corazón simple . En ella, Barnes recuerda la terrible frase del escritor: «La vida es una cosa horrible. Es como una sopa en la que flotan muchos pelos, y que no hay más remedio que comerse».

Desde Antígona hasta nuestros días, los escritores han enlazado sus historias con personajes que deciden acabar de manera abrupta con sus propias vidas. Lo único que cambia es la razón: la culpa es la causa que esgrime Víctor Hugo para ‘suicidar’ a Javert, y lo mismo hace Shakespeare para poner fin a la vida de Othello y lady Macbeth. El amor ocupa el primer puesto en este inquietante ránking, y es el origen de numerosos suicidios literarios. Entre los más famosos se encuentran los de Romeo y Julieta, Heatchcliff en Cumbres borrascosas , Ofelia o Anna Karenina. Más desapasionado es el dolor que lleva a Quentin Compton ( El ruido y la furia ) a poner fin a una decadencia marcada por el nihilismo del padre y la ninfomanía de la hermana, así como a Septimus Warren Smith, uno de los personajes de Mrs Dalloway , que acaba con su vida para huir de la depresión y el recuerdo de la guerra. Amargura existencialista destila El árbol de la ciencia, cuyo protagonista también opta por quitarse la vida después de perder a su mujer y a su hijo. En muerte de un viajante, en cambio, el suicidio puede entenderse como una suerte de inmolación en beneficio de los hijos. Por último, un caso que cuadra con el estoicismo del que hablaba Séneca. Se trata de Billy, uno de los personajes de Alguien voló sobre el nido del cuco, que prefiere morir a vivir una vida en la que se le impide seguir su voluntad.

Hay suicidios físicos y suicidios vitales. Este último sería el del capitán Ahab. El protagonista de Moby Dick muere engullido por el deseo de venganza contra la ballena blanca que le segó la pierna.

Literatos afligidos

Decía Truman Capote que el talento no era más que un látigo con el que fustigarse, refiriéndose a la dificultad que supone vivir acompañado de la clarividencia. «Soy alcohólico, soy drogadicto, soy homosexual, soy un genio», terminaba el autor norteamericano el relato de Sinfonía para camaleones . Capote no pudo hacer frente a su ‘decadencia social’ y tras publicar Plegarias atendidas —que no recibió el aplauso que merecía— inició una carrera hacia la muerte y murió por sobredosis. Parecido fue el final de Edgar Allan Poe, que tuvo al menos una intentona de suicidio y que falleció por delirium tremens olvidado en una morgue.

Menos romántico fue el suicidio de John Kennedy Toole. El autor de La conjura de los necios se quitó la vida después de intentar de manera infructuosa vender el libro a alguna editorial. Fue su madre la que lo consiguió varios años después de la muerte del escritor. La ironía es que la obra consiguió, entre otros premios, el Pulitzer de literatura.

La lista no podría echar en falta a Zelda Fitzgerald, la mujer de Scott Fitzgerald. Éste último, en palabras de Hemingway, poseía «el amor irlandés por la derrota» y la vida de ambos puede considerarse un viaje a ninguna parte, un suicidio vital en el que la fusión entre fiestas, disipación, alcohol y despilfarro acabó con ambos. El autor de Suave es la noche y El gran Gatsby moriría a los 40 años a causa de un ataque al corazón, mientras que Zelda, recluida en un psiquiátrico, terminaría sus días a causa del incendio del psiquiátrico donde pasó los últimos diez años de su vida.

Más cerca, otro maldito: Leopoldo María Panero, que ha sufrido ya varios intentos de suicidio. El poeta leonés aseguraba el año pasado en León que la poesía, la literatura, era lo único que le separaba del suicidio.

Sin embargo, son muchos más los que desarrollaron su talento hasta el final, sin romper de manera abrupta su conexión con la vida. «¡Sé un hombre y no me sigas!», rogaba Goethe a sus lectores poniéndose en el papel del atribulado Werther con el fin de evitar que los suicidios por imitación aumentaran. Y es que, para terminar con Albert Camus y su alegoría de la vida en bucle de Sísifo, podemos terminar diciendo que, a pesar de todo, «hay que imaginarse a Sísifo dichoso».

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