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por alfonso garcía

Un recorrido por el León del siglo XVIII

l. Guillermo Manier cubrió la Ruta Jacobea en 1726, pluma en mano. «las señoras llevan camisas finas adornadas con encajes por debajo, de medio pie de alto». es solo uno de los muchos apuntes de este francés a su paso por león

Grabado de Doré sobre la Tierra de Campos leonesa, el castillo de Ponferrada y maragata de la época

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por alfonso garcía
León

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Guillermo Manier, nacido en Carlepont (Francia) en 1704, quedó huérfano siendo niño. Recogido por un pariente clérigo de quien recibió educación, aprendió más tarde el oficio de sastre. Esto explica las frecuentes anotaciones y descripciones sobre las formas de vestir y la curiosidad por los métodos de trabajo utilizados por los sastres, entre ellos los leoneses, de la época.

El año de su viaje fue 1726. Lo hizo en compañía de otros tres amigos, al parecer no por devoción, sino huyendo de sus acreedores. Y plasma sus experiencias en un libro diez años más tarde. Hemos de pensar, como posible aspecto negativo, el largo tiempo transcurrido desde el viaje hasta la publicación, lo que, posiblemente, le haya hecho perder matices, frescura y precisión, como se puede observar en algunos momentos del relato. Como positivo, su riqueza al recorrer el Camino Francés y el del Norte, con la consiguiente mayor aportación a la cercanía y el conocimiento del territorio.

Manier y sus compañeros llegaron a Sagoune (Sahagún) después de veinte días de viaje. «En esta ciudad hay un río sobre el cual hay un puente por el que pasa para ir a Perchianne (Bercianos), donde estuvimos; a Gagneras (El Burgo Ranero), a Reliesgosse (Reliegos), donde volvimos a dormir sobre paja».

Al día siguiente, Mancille (Mansilla de las Mulas), «ciudad poca cosa, cuyas murallas no están hechas más que de tierra amarilla, altas, elevadas». Allí vio por primera vez las vainas, y en Limosse (Marne) hubo de tirar las alpargatas —«como zapatos de cuerdas de fibras cosidas junto con la suela y una tela de acuerda para el empeine»—, de mucho uso por estas tierras. Pasaron Alconesguas (Arcahueja), Pas de Rogande (Puente Castro) y llegaron a León. «Esta ciudad es pequeña, no hay allí nada de particular», a no ser la catedral —«es bastante hermosa»—, en cuya descripción, pobre, emplea algunas líneas. Su mayor preocupación, al parecer, es buscar posada. En la ciudad hay entonces dos hospitales: «Uno, San Marcos, para peregrinos que van a Santiago; el segundo, San Antonio, es para los que regresan».

En la siguiente jornada pasan por Traouasse (Trobajo), Nuestra Seillo la Camine (Nuestra Señora del Camino), Fraisane (Fresno) y La Aldea, «donde dormimos sobre paja mojada». A esta altura del viaje hace una curiosa anotación sobre «el método de este país para poner el vino en la piel de cabrón dispuesta para ello» y cuyo grifo «es la pata del animal». Escribe: «No tienen sillas en toda España. Se acurruca uno o se mantiene derecho. Los burgueses tienen taburetes de madera. Se sirven de cubiletes de madera para beber. Lleno uno de esos cubiletes de vino vale dos ochavos, que valdría bien diez sueldos en Francia, por la excelencia y calidad de esos vinos, que no son falsificados. Cuando alguien va a beber, como en la taberna, se agacha y la tabernera u otra no deja el cabo del pellejo de vino hasta que no habéis bebido lo suficiente, que no dura mucho tiempo, porque estáis borrachos por seis ochavos».

Al día siguiente —y eran ya veintidós de viaje— caminó a Robraides (Robledo de la Valdoncina), Bislialangues (Villadangos) y San Martín, «donde recibimos la posada, una libra de pan y medio cuarto de manteca, que está en la piel, como budín, del mismo grosor. Es lo que hay de muy raro en España, porque sólo los ricos se sirven de ella a causa de la carestía. Se sirven del aceite de oliva para hacer la sopa y otras cosas». Siguió Manier por la Puente o Puente de Oro (Órbigo) y Calsadille (Calzada), «donde nos recogimos en una corraliza de corderos, sobre un montón de paja. Fue la primera vez que dormimos al aire libre».

Seis jornadas más hasta llegar a Galicia. La ruta normal en la que se anotan algunas curiosidades. Como cuando habla de Sturga (Astorga) como «primer ciudad de Galicia» —a Rabanal lo situará ¡en la provincia de Andalucía!—, que «no está revestida de ninguna rareza ni tampoco de grandeza»; de Ponfera (Ponferrada), donde pernoctaron, «ciudad pequeña, en montañas horribles, donde está encerrada como en un precipicio; en Cavavelle (Cacabelos), «ciudad pequeña», tuvieron un percance, pues uno de sus acompañantes, «dedicándose a acariciar a las españolas, estuvo a punto de ser atravesado por los sables de dos oficiales de la Infantería, de no ser por las excusas que les di por él». De Villafranca, ciudad pequeña rodeada de montañas «donde dormimos muy bien en el hospital», a Galicia.

Aunque sea en la región próxima la anotación, es interesante la referencia a las pallozas, que ya viene observando en todas estas localidades. También escribe: «… es bueno decir que el método del país, para hombres y mujeres, es que se acuestan vestidos y cambian la ropa dos veces por año. Las vacas duermen en la misma casa, con la reserva de un palo los separa, con el pilón para comer. Los cerdos y otros animales están en libertad de andar patrullando durante la noche en todos los rincones de la casa».

Manier fue desde Santiago a Oviedo, a San Salvador, por la costa. Camino de Madrid, llegó de nuevo a León capital después de pasar por Santa María de Arbas, Busdongo, Villanueva de la Tercia, Villamanín, Villasimpliz, «donde dormimos», Buiza —«donde los pueblos tienen sus casas cubiertas de cáñamos»—, Beberino, Pola, Peredilla, La Robla. Les costó trabajo llegar a León, porque tuvieron que caminar de noche, pero ya en la capital «fuimos al Obispado a buscar la limosna que el obispo hace: a cada uno una libra y media de pan»

El regreso, camino de Madrid, tenía inicialmente como referencia Mayorga. Y aunque repitieron algunos pueblos del viaje de venida, se encaminaron por Santas Martas, Santa Cristina y Albires. Manier alude a una costumbre de estos pueblos, «donde se hacen panecillos de una libra que llaman panes de los muertos. Los llevan el domingo a la iglesia, los ponen en el suelo, delante de ellos, con una bujía que hacen arder cerca, por lo menos las mujeres. Están acurrucadas porque no hay costumbre de tener bancos. Los hombres están en una tribuna alta, en el fondo de la iglesia, con el magíster que canta».

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