Diario de León

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Donde habita el olvido

EN LA ANTESALA DE SU BICENTENARIO, ENRIQUE GIL Y CARRASCO (1815-1846) DEMANDA UN RETRATO MENOS ENCOFRADO Y UNA LECTURA MÁS SUELTA. AUTOR DE LA MEJOR NOVELA HISTÓRICA ESPAÑOLa, REGALÓ A LEÓN UN PRECIOSO VIAJE POR LA PROVINCIA QUE CUMPLE 170 AÑOS . divergente

Grabado de Gil y Carrasco, padre de la novela romántica española

Grabado de Gil y Carrasco, padre de la novela romántica española

Publicado por
ERNESTO ESCAPA
León

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Dieciocho años atrás, las gaitas gallegas del centenario del Padre Sarmiento anunciaban el rescate de su casa en el número 11 de la calle del Agua. Ahora es un solar. A unos pasos, el número 15 muestra los blasones de la casa donde nació Gil y Carrasco, vendida no hace mucho. La calle del Agua toma el nombre de su condición de arroyuelo por el que transitaban las escorrentías de las callejas que descienden desde la plaza, de los altos de San Nicolás y de la Alameda, antes de aliviarse en el Burbia. Su apariencia actual es triste y ni siquiera la heráldica que decora sus casas alcanza a suavizar la sensación de abandono y derrota.

La expulsión del Paraíso

En la calle del Agua queda el palacio de los marqueses de la villa con su paramento de sillares verdeantes, que cobijó una noche a la extraña pareja formada por Isabel II y el padre Claret. Los hermanos Bécquer darían aire a sus gimnasias amatorias en ese impagable tesoro satírico titulado Los Borbones en pelota , que reúne las láminas coloreadas de Valeriano y los comentarios mordaces, irónicos, rimados a veces, de Gustavo Adolfo. Frente a la casa de los marqueses, el palacio retranqueado de los Torquemada con sus templetes aéreos y la capilla barroca de los Campomanes. Al pie, las casas de los escritores, desahuciadas por la ruina, después de tanto desdén y tan prolongada incuria.

La historia de la literatura leonesa no ha sido precisamente pródiga en clásicos. En esa escasez sobresalen los nombres del jesuita Padre Isla y del berciano Enrique Gil y Carrasco, uno autor de la Historia del famoso predicador Fray Gerundio de Campazas, alias Zotes (1758) y el otro de El señor de Bembibre (1844). Dos libros de un tonelaje considerable, aunque radicalmente distintos: plúmbeo el de Isla, lastrado en buena medida por la oratoria dieciochesca con la que pugna; y fresco, anticipador, el de Gil, quizá la primera novela española contemporánea digna de ese nombre. Mi experiencia como editor de las novelas de Gil y Carrasco, siguiendo la versión depurada por Ramón Carnicer, me puso en contacto con las circulantes en colecciones didácticas de prestigio, cuyas páginas repiten hasta la desesperación erratas, confusiones y disparates. El más venial de los disloques, presente en unas y otras, consiste en barajar a capricho, sin acertar nunca, los topónimos Carucedo y Carracedo para situar el monasterio donde está el lago, el lago donde el cenobio y así sucesivamente. Merece mucho la pena su prosa viajera berciana, leonesa o centroeuropea, que descuella por su capacidad para describir paisajes y transmitir emociones.

El oro de la memoria

Como advirtió Azorín, el paisaje del Bierzo traspasó los dominios de su cíngulo montañoso gracias a la obra del escritor villafranquino, quien sin embargo no mostró ningún apego por su pueblo. Todo el mundo conoce las razones de aquel desdén. Su padre, un soriano de Peñalcázar, se instaló en Villafranca como administrador del marqués y fue despojado del empleo con un baldón de varios miles de reales. Aquel despido malogró entonces la fortuna literaria de la villa, que ha tratado de resarcir el desprecio de su escritor más importante con festejos poéticos en la Alameda de más postín que quilates. También Ramón Carnicer mantuvo tachado a su pueblo durante décadas en sus estancias bercianas a causa de otro tipo de crueldades.

La afrenta a los Gil se transmitió de generación en generación, de manera que mientras vivió su descendiente José María Gil Robles, nieto de un hermano del escritor, no hubo manera de que la villa anduviera con pamplinas para apropiarse de su memoria. Sin embargo, en 1987, una vez amortizado el viejo paquidermo, los huesos de Enrique Gil y Carrasco fueron trasladados desde el cementerio de Santa Eduvigis de Berlín hasta la iglesia de San Francisco de Villafranca. En el meneo tuvo parte importante Alfonso Álvarez de Toledo, último embajador de España en la extinta República Democrática Alemana. Más tarde, el diplomático se sufragó la publicación de unas memorias tituladas Un tranvía naranja y polvoriento , que entre diversa cohetería perfectamente prescindible dedican uno de los capítulos al rescate de los restos de Gil y Carrasco. Con alguna fantasía, el embajador relata la operación, dejando clara su listeza y el aturdimiento de las autoridades berlinesas.

El expediente exigía el consentimiento de los familiares pero la voluntad de estos, reiterada por el viejo Gil Robles, era que los restos fueran a parar a Ponferrada y no a Villafranca. Seguramente, por razón de su exilio en Estoril, ignoraba el sobrino nieto que también en Ponferrada, en los años de la guerra, le retiraron la placa del callejero al escritor por no ser individuo de probada adhesión al alzamiento. Al final se obvió el trámite y los Gil Robles supervivientes, entretenidos en sus instituciones, o no se enteraron o les importó la mudanza un pimiento de la huerta berciana.

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