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El vigilante de los ripios

SE CUMPLEN 170 AÑOS DEL NACIMIENTO DE ANTONIO VALBUENA (1844-1929) EN PEDROSA DEL REY, PUEBLO ANEGADO POR EL EMBALSE DE RIAÑO. DESPUÉS DE UNA VIDA DILATADA Y SIN CAUTELAS, ALCANZÓ, SEGÚN AZORÍN, «UNA POPULARIDAD ESTREPITOSA», QUE FUE SOFOCANDO EL OLVIDO . divergente

Antonio Valbuena, polemista escritor nacido en Pedrosa del Rey

Antonio Valbuena, polemista escritor nacido en Pedrosa del Rey

Publicado por
ERNESTO ESCAPA
León

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Su obra de madurez, después de una mocedad arriscada entre preceptorías, seminarios y jerarquías carlistas, coincide con la Restauración y pasa por la literatura del cambio de siglo sin enterarse de nada, enrocado en un integrismo del que había hecho proclama en Sursum corda , a raíz del triunfo de la Gloriosa, en 1869. Su actitud es la del inquisidor ultramontano que se opone con vehemencia y «dientes de ratón» (el hallazgo corresponde al agustino de Astorga Francisco García Blanco) a cuanto signifique modernidad o progreso. Como poeta, que fue su primera dedicación literaria, Valbuena compuso versos devotos que recogió en Odas y suspiros , de 1886, y en Historia del corazón. Idilio , de 1878, para retirarse de la lírica, por si las moscas, cuando empezó a soltar zurriagazos críticos a todo lo que rimara. Aquellos poemas primeros se adaptaron como canciones de iglesia y se entonaban hasta que desapareció el pueblo (1987) en la liturgia de Pedrosa. Eran versos de fervor patriótico, de festejo amoroso fallido y transustanciado en celibato, ripios que no necesitaban maquillaje ni siquiera en tiempos de cruzada y nacionalcatolicismo.

RELATOS DE PÚLPITO

La obra narrativa de Valbuena participa de un afán ejemplarizante que lastra sus relatos con moralejas de púlpito. Salvo la novela Agua turbia (1890), donde dibuja personajes con brocha gorda, a los que envuelve en una historia de amor frustrado adobada de tantas digresiones que hacen difícil seguir el hilo, el resto de los libros enhebra pequeños ‘ejemplos’ con planteamiento, nudo y enseñanza. Cuentos de barbería aplicados a la política (1890) acumula anécdotas censoras de los protagonistas de la Restauración, una de sus obsesiones de carlista vencido. Conducido por un hermano que era canónigo en la catedral de Vitoria, Valbuena alcanzó en 1874 el rango de general auditor en las filas del pretendiente. En aquellas trincheras, que le costaron dos efímeros exilios, malgastó energías dirigiendo periódicos y lanzando soflamas, buscando sin éxito por dos veces el acta de diputado y granjeándose la enemiga de todo el escalafón literario, tanto liberal como conservador. Capullos de novela (1892) reúne dieciséis cuentos de ambiente montañés. En 1895, publica Novelas menores, y en 1902 Rebojos , su libro más leído en las hilas invernales y en las preceptorías. Parábolas (1904) y Caza mayor y menor (1913) cierran su dedicación narrativa, una vertiente de su obra lastrada por el empeño moralizante, que asfixia los relatos. Un ingenio de la época retrató así a Valbuena: «Una figura simpática, / terror de vates anémicos, / de quien aprenden gramática / los señores académicos».

En su ajuste de cuentas con los escritores de la Restauración, solución política que le parece abominable, Valbuena actúa como un carea obsesivo de gazapos, ensañándose con los errores de los ilustres de la época. Y una vez restregada con sosa cáustica la metedura de pata, inicia el repaso del personaje. En esta línea agrupa sus críticas, a las que titula Ripios , en función del origen social o geográfico del autor. Así, publica ocho volúmenes de ripios académicos, vulgares, ultramarinos (en cuatro tomos) y geográficos. Se tuvo que comer los eclesiásticos, varados en la censura episcopal, pero no se privó de zaherir en diversos sueltos al entonces obispo de León Gómez de Salazar. Los ripios críticos de Valbuena eran coetáneos de los Paliques de Clarín, que se los aplaude desde Oviedo y afirma que «es el escritor que más me encanta y que más admiro». Leídas hoy, aquellas «burletas ofensivas», como las despachó Azorín, esconden su notable ceguera para entender, y es sólo un ejemplo, la importancia decisiva de Rubén Darío en la renovación de la poesía hispánica. Pero a él tanto le daba. El resto de su obra crítica se agrupa en Agridulces (1892), Des-Trozos literarios (1899) y Corrección fraterna (1911), donde la emprende con el «rocinesco» Unamuno, «inverosímil rector de Salamanca».

PEDAGOGO CON DIENTES DE RATÓN

Su empeño mayor fue la revisión de errores del Diccionario, tarea en la que alcanza hasta la letra E y publica como Fe de erratas del Diccionario de la Academia (1885-1888). Obsesionado por no ser acogido en la docta corporación, cuyo lema le parece aportuguesado, emprende una campaña de integrismo lingüístico, que incluye la defensa apasionada del laísmo y culmina con el regodeo íntimo de encuadernar esta obra para su biblioteca con el título de Almacén de majaderías .

Ese carácter de ajuste de actualidad que tiene su obra crítica acentuó su alejamiento de la vida literaria. Entre 1905 y 1914 se recluyó en Pedrosa, entregado a sus caminatas, a sus cacerías y a sus ensoñaciones.

A fuerza de aguantar su arisca presencia diaria, los vecinos se acabaron hartando de tantas monsergas. En 1915 regresa a Madrid, pero ya no tiene nada que pintar, aunque aguanta hasta 1919 entre la indiferencia y el desdén. Ya no publica, nadie le escucha. Vuelve a Pedrosa, que era su feudo, y allí se apaga durante diez años. Lejos queda la percusión implacable de las «coces de su repertorio maragato»(el despiste comarcal es de Menéndez Pelayo). Luego, la pesada losa del olvido.

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