Salter: «Con la edad, la poesía desaparece»
l. El escritor neoyorquino publica su esperada novela ‘Todo lo que hay’. Como muchos pensadores en el crepúsculo, James Salter da la espalda al intelecto y a la retórica poética para admirar el vigor sexual que inunda ‘Todo lo que hay’, la inesperada y a la vez esperadísima novela de un superviviente de la gran literatura
No creo que muchas de mis ideas hayan cambiado mucho, pero sí mi manera de escribir. He dejado deliberadamente la filosofía atrás, he escrito más directo, sin metáforas. Con la edad la poesía desaparece, se pierde la capacidad para la sorpresa y el asombro. Pero la energía la tengo», explica en una entrevista con Efe a propósito de la que es su primera novela desde 1979.
Salter (Nueva York, 1925) parece una víctima de la profecía que lanzó en 1975 en Años luz, cuando decía que la vida deja en la antesala al conocimiento y se rinde a la pasión, la energía y la mentira.
«Lo sigo pensando, sí. Podría volver a escribirlo», dice más liberado que apesadumbrado, y entronca con otros genios, como Thomas Mann, que defendieron la supremacía de la belleza sobre la mente. A diferencia de La muerte en Venecia, que apostaba por la observación casi en términos artísticos, Todo lo que hay (Salamandra) se abona al sexo explícito, a la atracción irrefrenable.
«Ahora no hay límite para escribir lo que quieras y en ese sentido no estamos tan constreñidos. Pero los sentimientos son otra cosa y el comportamiento también. Todavía somos criaturas enfrentándose a otras criaturas y aquí las cosas entran en juego que no tienen nada que ver con la libertad sexual», dice el escritor.
Miembro de la misma generación que Richard Yates, considerado maestro por Richad Ford y estudiante en la escuela militar de West Point (Nueva York) dos cursos por detrás de Jack Kerouac, Salter no fue el más popular de todos ellos, pero el tiempo lo ha revalorizado y lo preserva como superviviente de una escuela que plasmó de manera magistral un mundo que rompía el velo de lo convencional.
Con los nuevos tiempos, James Salter reconoce: «Ya no me tengo que adaptar a nada. A nadie le importa si me adapto o no. Es más, todo el mundo asume que no me voy a adaptar». Su mundo orbita, sobre todo, alrededor de su casa de Bridghampton, donde vive con su segunda esposa, Key Eldrerge, concede entrevistas y todavía escribe con regularidad, pasea y hasta se acerca a la estación de tren en coche para recoger al periodista.
En busca de la libertad
En Todo lo que hay resurgen las claves que han articulado su carrera: la guerra, las relaciones amorosas, la identidad y Europa como un continente de escapada. Esa búsqueda de la libertad en colisión con el egoísmo, el difícil equilibrio entre las decisiones tomadas y los imperativos viscerales.
«No soy el tipo de escritor que descubre cosas nuevas sobre sí mismo cuando escribe. Diría que estaba todo allí, pero no había escrito sobre ello, no le había dado forma. Simplemente, nunca lo había enfocado de esta manera», dice.
Philip Bowman es su nuevo héroe, no por sus gestas épicas sino por la manera en que, como casi todos sus personajes, abraza su complejidad a través de cuarenta años de frenética y ecléctica existencia.
La principal diferencia entre Años Luz y Todo lo que hay es que en el primero, un matrimonio busca la huída de la vida corriente, mientras Philip «busca esa vida corriente pero parece condenado a no encontrarla», matiza Salter.
De su creador hereda la versatilidad para luchar en el frente (Bowman como soldado de la marina en el Japón de la Segunda Guerra Mundial, Salter como piloto en Corea) y reciclarse en el mundo de la literatura (su personaje como editor, y él como escritor, cuando en 1956 dejó atrás su nombre de nacimiento, James Arnold Horowitz, y publicó The Hunters ). Y, desde luego, para Bowman diseña esa vida que es como una gran coctelera en la que se agitan mujeres, amigos, referentes culturales e historia universal, que ya protagonizó su libro de memorias Quemar los días, y en la que la muerte a veces avisa y a veces no, como le pasó a Salter con el fallecimiento repentino de su hija.
«Esa ha sido siempre mi sensación en la vida. He tenido amigos de una primera etapa, amigos de última hora, amigos en la mitad de la vida. He ganado unos, he perdido otros. He tenido dos mujeres... La gente cambia, se va, te atrae, te deja de atraer. Te da cosas, te las quita. Es fácil que pierdan el estatus que tienen en tu vida».
Ahora, en el ocaso, Salter disfruta de la sencillez. «Estoy casado, así que no estoy solo. Es más bien al contrario, busco a veces la soledad... aunque esto tampoco es exactamente cierto. Me he sentido más solo cuando estaba en una habitación que en ciudades donde no conoces a nadie, en un hotel. Pero aquí en mi casa, incluso si es a través de mis objetos y mis libros, estoy acompañado».
Ese giro hacia la tranquilidad no deja de aplicarle a él mismo el arco de evolución del que gozan sus personajes. Esa capacidad de Salter para dotar a sus criaturas de la coherencia y la polivalencia simultáneas. «La vida corriente no tiene por qué significar menos energía. La energía no tiene por qué estar en lo extraordinario», se defiende Salter, quien se reconoce «plácido y satisfecho, pero todavía con inquietudes». El escritor, en estos más de treinta años, no ha dejado de escribir, ora relatos cortos (ganó el PEN Book Award por «Dusk y otros relatos»), ora artículos para la prensa, como el que escribió recientemente sobre el avión desaparecido de Malasya Airlines en el New Yorker.
Mientras, lee la biografía de Jean Genet, quien creía que el dolor era el que había alumbrado su obra y su talento, pero admira a su vez a su antítesis, el poeta chino del siglo VIII Li Po, por la sencillez de sus costumbres y su lírica del paisaje.
Afirma que no se lleva bien con los políticos, pero no oculta sus ganas de conocer en persona a Hilary Clinton, a la que adora. Así es James Salter, el hombre que juega en sus páginas con el lector para que, haciéndose el moroso a la hora de atribuir el principio de sus reflexiones y conversaciones a uno u otro personaje, acaba haciendo a todos capaces de decir, pensar o hacer cualquier cosa sin dejar de ser ellos mismos.