prior domingo fernández villa
«la vida no es sólo fútbol»
Activo, optimista, seguidor de periódicos y radios de todo signo, el prior de los Capuchinos de León, centro que ha recibido este fin de semana el IV Congreso de la Escuela de Estudios Franciscanos, avisa: «no se puede ser lector de un solo versículo de la Biblia»
Dicen que los capuchinos son ‘los franciscanos felices’, y es verdad que una vez traspasadas las puertas del gran convento capitalino parece respirarse otro aire, más quieto, un mayor sosiego, una rara calma, sorprendente en medio del monumental ajetreo cotidiano, y los hábitos pardos y las barbas y las sonrisas trasladan al visitante a una época en la que los hombres ayunaban en los desiertos y sermoneaban a los pájaros.
Aparece de pronto el superior de la casa, Domingo Fernández Villa, leonés de Villamondrín, visión como de miniado medieval o tabla renacentista, excelso equilibrio capuchino. Habla pausado y en sus palabras hay mucho mundo y mucho sentido común. Por ejemplo dirá, en el transcurso de la conversación: «Ser cristiano no sólo es ir a misa los domingos. Ese que se sienta ahí, sin nada más, ¿qué ha hecho?, ¿qué bien ha hecho? —precisa—. En cambio, el que no va a misa por acompañar a un enfermo, por ayudar a un semejante, ese tiene más de cristiano».
El padre prior Fernández Villa fue un niño que atropó fréjoles y entresacó remolacha en familia de ocho rapaces y casa de labranza donde se trabajaba de firme, «sin miseria, pero con escasez», y en la que el mejor regalo de Reyes no iba más allá de un par de naranjas. Tenía un hermano fraile y verlo aparecer en aquel pueblo de rústica cotidianeidad, sin radio ni televisión, era todo un acontecimiento: allí, en medio del barro, «con su hábito y su barba, descalzo, ¡me llamaba tanto la atención!». Así que a los once años, él, que no había salido más que una vez a Mansilla a vender corderos y otra a las ferias de León, fue ‘reclutado’ por la Orden y salió para El Pardo a emprender una larga y disciplinada etapa de formación que culminaría en su paso por centros de todo el país, casi siempre al mando, en calidad de superior. Aquel primer colegio bullía con nada menos que 300 seminaristas y allí estuvo seis años, sin venir a casa nada más que por la muerte del padre. Y a pesar de la dureza de aquel periodo, las busca pero no las encuentra: «No, no, nunca tuve dudas...». De los sesenta que había en clase acabarían cantando misa seis, y Domingo, que siempre había querido dedicarse a la predicación popular como sus héroes de tres nudos en el cordón, vio su labor comenzar como profesor de Geografía, Historia e Religión tras haber superado un año de noviciado —enfrascado en el estudio de la regla franciscana—, tres de Filosofía en Salamanca, y cuatro de Teología en León. La Orden lo llevó luego por los caminos de la dirección de centros: Bilbao, Santander, Montehano, la famosísima parroquia madrileña del Cristo de Medinaceli, donde por muy milagrosa que fuera la imagen le causó el ajetreo aquel un infarto del que se repuso ayudando en la Ciudad de los Muchachos de La Coruña, fundada por su hermano, ‘el padre Villa’, y de regreso a la primera línea, Gijón y ahora León, donde dentro de un mes concluirá los nueve años de prior que ha venido cumpliendo en casi todos los demás sitios («yo voy agotando legislaturas», constata).
Domingo acepta el tiempo que le ha tocado vivir con estoicismo franciscano y un punto de interés sociológico, histórico. «En el XVI o el XVII la gente vivía el siglo sin un cambio, ¡pero mira ahora!», y aunque reconoce que la intensa secularización social ha vaciado iglesias y monasterios («en este de León, cien personas llegó a haber entre frailes y gente que trabajaba el huerto, ahora somos seis», eso sin olvidar la reciente consigna de que cada demarcación española debe abandonar un convento), continúa intentando ser fiel a los principios de la regla, esos que abogan por estar, siempre, al lado del pueblo. Por eso siguen ofreciendo alimento y ayuda a los pobres que hasta allí se acercan: «Nuestra labor pastoral es, ahora mismo, de mantenimiento».
Lector de periódicos y oyente de emisoras de todo signo («no se puede ser de un solo versículo de la Biblia»), Domingo, eterno optimista, califica a la gente de «buena, regular y menos buena»… «y de todos se puede aprender algo» («no os iréis a casar por el dinero que te va a dar tu abuela, ¿eh?», avisa, alegre pero firme, a una parejita casadera que busca consejo). Lamenta que la Iglesia sólo se mueva «después de que se haya movido la sociedad» y no le gusta la permanente queja en la que viven instalados muchos («y usted, ¿qué hace para que el entorno en el que vive sea algo mejor?, les pregunta»). Pide parar, parar un poco, y reflexionar. «La vida no es sólo quién va a ganar la Liga…».