Diario de León

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La esfinge centenaria

HACE UN SIGLO, CONCHA ESPINA (1869-1955) PUBLICÓ ‘LA ESFINGE MARAGATA’ DESPUÉS DE UNA ESTANCIA EN ASTORGA, ACOGIDA POR SU HERMANA MERCEDES. ALLÍ SUPERÓ UN BACHE DE DESALIENTO, MIENTRAS DESCUBRÍA LOS SECRETOS ANCESTRALES DE LA COMARCA CONDUCIDA POR EL PINTOR demetrio MONTESERÍN.. divergente

Concha Espina, en la época en que escribió ‘La esfinge maragata’

Concha Espina, en la época en que escribió ‘La esfinge maragata’

Publicado por
ERNESTO ESCAPA
León

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Con una posición malograda por el infortunio familiar, huérfana adolescente, casada infeliz y madre de muchos hijos, Concha Espina tomó el relevo de la Condesa de Pardo Bazán en el pebetero de la literatura femenina, aunque siempre en un tono menor y de bajo vuelo. Cultivó una novela edificante y propensa al folletín, tuvo algunos éxitos literarios, coleccionó reconocimientos (estatuas y medallas; bautizo del pueblo de Mazcuerras con el título de uno de sus libros) y traducciones a más de una docena de idiomas, fue candidata fallida al Nobel (1926: obtuvo un voto menos que la ganadora Grazia Deledda; 1927 y 1928) y a la Academia (en 1928 y en 1941), antes de consumirse en tributos declinantes de novelería gazmoña. Cuando viene a Astorga, acaba de separarse de su primo Ramón de la Serna, veinte años después de la boda, y la relación con Ricardo León vive momentos de incertidumbre. En los años treinta, la diputada republicana Clara Campoamor tramitó su divorcio después de un cuarto de siglo sin convivencia.

DECEPCIÓN Y RECOMPENSAS

Ningún autor de cualquier época recibió tantos premios y agasajos de la Academia como ella. Su biógrafo Cansinos recoge el runrún que atribuía esa prodigalidad a los caprichos de Ricardo León, con vara alta en la docta casa por influjo de Maura. Con su empuje, León precedió en el acceso al acomodaticio Azorín. «La autora de La esfinge maragata es una mujer que se sabe calumniada y siente su éxito, por lo demás muy merecido, amargado por ese dolor. En realidad, ella como escritora vale mucho más que su supuesto Mecenas, ese novelista y poeta de estilo engolado, amanerado y clasicote, protocolario y falso, como su persona, y que en fin de cuentas ha hecho su carrera agarrándose a los faldones de don Antonio Maura». El malestar se agrava cuando Ricardo León se casa «por sorpresa con una jovencita madrileña», sin advertirle del alcance de sus tonteos, después de haberse aprovechado de su hospitalidad «cuando aún era apenas otra cosa que empleado del Banco de España, y además estaba enfermo, lleno de alifafes como un anciano precoz».

LA GLEBA DE LAS SIERVAS

En la novela, Castrillo de los Polvazares es Valdecruces. Allí regresa Mariflor, educada lejos, para redimir el infortunio de la familia Salvadores. Sus parientes esperan que acepte casarse con un primo rico para saldar las deudas. Pero se ha enamorado en el tren de vuelta de un compañero de viaje, el poeta Rogelio Terán. Al final, como su príncipe no se decide, acepta el arreglo y renuncia a la felicidad, cercenada por un matrimonio de conveniencia. Su decisión alivia el infortunio de la familia. Porque, según le advierte la abuela, «en nuestro país no se admiten reinas. Allí todas las mujeres somos esclavas». A la entrada de los pueblos «de nombre sonoro y muerta fisonomía», «se erguía, como un símbolo de abandono y desolación, la figura dolorosa de la maragata en brava intimidad con el trabajo, luchando estoica y ruda contra la invalidez miserable de la tierra».

Los primeros capítulos describen la «fosca imagen» de la comarca y sus gentes, preparando el choque de mentalidades, que ahuyenta al pretendiente «ante el brutal desdén del maragato». Luego, recrea la vida del pueblo con los episodios de la boda de la sobrina del cura, el retorno de los hombres ocupados en la arriería, un viaje a Astorga o los jugosos filandones, donde un «aroma de mar y de aventura» ensalza «entre sutiles asombros» las leyendas tantas veces repetidas. En ese ámbito, los personajes apenas desbordan su silueta simbólica. La abuela, que la acompañó en el viaje de vuelta a Maragatería, es una figura del pasado, «de la edad de las ciegas servidumbres». Por eso, la empuja a cambiar su nombre, de Florinda a Mariflor, «porque en tierra de maragatos los nombres finos no se usan».

DULCINEA LABRADORA

A su alrededor se mueven los personajes del pueblo, entre los que tiene especial protagonismo don Miguel el cura, que articula el desenlace del conflicto sentimental. No es un cura tímido, sino «un sacerdote mozo y arrogante» que mira «a mozas y viejas en los ojos, con los suyos serenos y muy dulces», mientras su palabra tiene el privilegio de remansar, «como dentro de un lago», la tormenta «de aquellos corazones femeninos». Mariflor se rebela frente a las convenciones maragatas: «Que las mujeres tengan un hijo cada año, maquinales, impávidas, envejecidas por un trabajo embrutecedor, para que no se agote la raza triste de las esclavas y de los emigrantes». Sobre todo, rechaza su rango intermedio entre los animales domésticos y la mercancía arriera, porque los matrimonios se acuerdan entre las familias como un negocio. La mujer ni elige ni es elegida. Al final, su enlace tiene mucho de «tragedia muda» e inmolación.

Seis años después, la obra de Concha Espina alcanzará su cumbre con El metal de muertos , situada en las minas de Riotinto. A partir de ahí, va decayendo: Altar mayor (1926), sobre Covadonga, será su último título de cierto interés. Al final de la guerra recrea en Princesas del martirio (1939), la muerte en el frente de Somiedo de tres jóvenes astorganas, «rosas del erío leonés»: Olga Monteserín (hija de su amigo Demetrio), Octavia Iglesias y Pilar Gullón. La madurez, que vive entre agasajos y recluida en su ceguera, se nutre de copiosas reediciones y unos pocos títulos nuevos e irrelevantes.

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