Diario de León

nacho abad. escritor

«Me enfrento al poema soñado»

Nacho Abad en Osaka, tras los pasos de Abe Kobe

Nacho Abad en Osaka, tras los pasos de Abe Kobe

León

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Se trata de un proyecto único, tanto que forma parte del Año Dual España-Japón. El escritor leonés Nacho Abad se encuentra inmerso en la traducción de la obra del poeta japonés Abe Kobe, un autor de culto mágico y misterioso cuya obra Diario de León presenta en exclusiva. Este es el cuento de una historia en la que nada es lo que parece. No se la pierdan. Es como un sendero de caminos que se bifurcan.

—Abe Kobe es un autor desconocido, que no ha tiendo ninguna repercusión en Japón y mucho menos en España. ¿Cómo llegas a él?

—Hace un par de años, en la primavera de 2012, me encontraba en Japón gracias a una beca para estudiar Literatura Japonesa Contemporánea. Mi tutora, con quien charlaba a menudo sobre poesía, quería presentarme a un catedrático de la Universidad de Tokio, el señor Nakamori, traductor de autores hispanoamericanos. Consiguió que éste me invitara a su despacho, en el campus de Hongo. Allí abrimos una botella de vino y bebimos, porque es costumbre entre los profesores japoneses beber con sus invitados. Charlamos largo rato. En un momento de la conversación, después de un silencio, el profesor me preguntó, ¿Es usted de León, España?, a lo que contesté que sí. ¿Y conoce —continuó— los poemas de Abe Kobe? Creía haber oído Abe Kobo, que es un escritor de inevitable lectura para cualquier estudiante de Japonés, de modo que asentí también. Creo que no los conoce, insistió el profesor, y se levantó de su sillón y buscó entre sus libros hasta dar con un pequeño cuadernillo, una edición artesanal, no demasiado cuidada. Lo revisó un largo rato y al final me lo entregó. Tenga, lea esto, me dijo.

—¿Qué relación hay entre ser de León y conocer los poemas de Abe Kobe?

—Esa misma pregunta me hice yo, pero por timidez o por no parecer un idiota no se la trasladé al profesor hasta algún tiempo después, en un segundo encuentro. La respuesta fue tan curiosa como desconcertante. Pero, ¿podemos volver a esta cuestión más adelante? Creo que todo tendrá más sentido así.

—De acuerdo. Estamos en ese punto en el que, por ser de León, sin que tú entiendas qué relación hay, un catedrático de la Universidad de Tokio te da unos poemas de un autor al que no conoces. Y los lees.

—Me puede la curiosidad, claro. Algo tendrán estos poemas que ver con León, pienso. Pero nada de eso. En vez de encontrar respuestas todo se complica más. Lo que leo me pone el cerebro del revés. Me fascina. Todo en el libro me resulta embaucador: cómo bailan las sílabas, la forma en la que se juntan las palabras, los sonidos de unas alcanzando a las otras, la música secreta que fluye bajo cada estrofa como un río subterráneo. Supongo que eso se ha perdido en la traducción. Me entristece pensarlo. Algo similar le ocurre a los poetas, según dicen, cuando enfrentan el poema soñado con el que finalmente escribieron.

—Lo que me lleva a la siguiente pregunta, ¿Por qué decides traducir el libro, aun a riesgo de que sea una traducción fallida?

—Tenía que entregar un trabajo final de curso, y me pareció un buen tema. Mi tutora no puso demasiadas pegas.

—¿Puso alguna?

—Dijo que no conocía a Abe Kobe, pero que si venía avalado por el profesor Nakamori tenía luz verde. Escribí a Nakamori sensei para preguntarle qué más me podía contar sobre Abe Kobe, pero no tuve respuesta de él. Pregunté a todo el mundo, compañeros de estudio, investigadores, profesores. Y me pasó algo sorprendente. Nadie había oído nada, excepto un amigo, un periodista del diario Asahi, el más vendido en Japón. Me dijo: «Yo conozco a ese tío». Por lo visto había trabajado en su diario hacía muchos años y había protagonizado un escándalo muy sonado. No puede ser el mismo Abe Kobe. Habrá más, le dije, será una casualidad. Pero mi amigo me dijo que era poco probable, porque la forma en la que se escribía su nombre hacía pensar en un seudónimo: Los kaji (ideogramas) que utilizaba se podían traducir como «sin sentido».

—¿Qué escándalo había protagonizado?

—Había conseguido un contrato en el diario Asahi en noviembre del 70. Unos días después, Mishima decidió dar un golpe de estado. Nadie debió tomar aquella noticia demasiado en serio, porque el director de la sección decidió enviar al inexperto periodista a cubrir la noticia. Para él, supongo, debió parecerle una gran oportunidad. Pero cuando llegó allí encontró el cuartel de Ichigaya cerrado a cal y canto. Entonces tomó una decisión que, según he podido saber después, le marcó para siempre: entró en un bar y, mientras se emborrachaba, inventó una entrevista con el famoso escritor y golpista.

—¿Inventó una entrevista con Mishima?

—Sí, y debió ser un trabajo brillante, porque llegó a imprimirse.

—¿Llegó a lanzarse?

—No. Alguien se dio cuenta de que aquello era falso y se destruyó la tirada. Por lo que me contó mi amigo, el error fue un escándalo de puertas adentro, y le costó el puesto y el honor no sólo a Abe Kobe. También a alguno de sus jefes.

—¿Queda algún rastro de aquella entrevista?

—No. Al menos yo no he tenido acceso. Pero esta anécdota me hizo ver que estaba ante un personaje más interesante de lo que podía imaginar en un principio, lo que se conoce como un auténtico animal literario, y da comienzo a mi particular búsqueda del Barón Corvo.

—¿Por dónde continúas?

—Me paso algún tiempo en punto muerto. Intento dos o tres veces ver al profesor Nakamori, sin éxito. Busco en bibliotecas y librerías de lance más libros, pero nada. Hasta que se me ocurre examinar la primera página del cuadernillo de poemas, donde figura el staff y veo la dirección de una imprenta de Tokio. Me acerco allí, a probar suerte, y bingo, el impresor recuerda perfectamente al autor del libro. Me da la primera descripción de él: un hombre de unos cincuenta años, con aspecto de enfermo, con el pelo engominado a la moda occidental, y que usa las gafas a modo de diadema.

—Ningún parecido con un intelectual clásico.

—El impresor, que casualmente se apellidaba Dazai, como el célebre escritor, me dio además algo valiosísimo: no sólo había lanzado aquel cuadernillo. También había impreso un libro, una novela que Abe Kobe no había ido a recoger, ni tampoco a pagar, y que conservaba en su casa. Aceptó a prestarme un ejemplar de la novela.

—Una novela olvidada.

—Yo me sentí como Amelie cuando descubre la pequeña cajita oculta en la pared de su apartamento. Se trata de un libro de unas 200 páginas. El título se podría traducir como Colinas que abandonan los pájaros , y cuenta la historia de una mujer que pide a su hijo que mate al asesino de su padre.

—Tampoco tiene demasiado que ver con León.

—Supongo que no. Pero me da otra pista. Estaba dedicado a un tal Kim Ha Neul. Un nombre que obviamente no es japonés, y que además aparece escrito en katakana, que es el silabario que usa el Japonés para las palabras extranjeras. «A mi compañero y amigo Kim Ha Neul, que tampoco consiguió el ofició, y aún así ha sobrevivido.» Dice. Así que me recorrí todas las facultades de periodismo de Tokio para revisar los listados de alumnos que se hubieran graduado a finales de la década de los 60.

—¿Le localizaste?

—Sí, tardé algún tiempo, pero logré localizarle. Kim es coreano y regenta un puesto de pescado en Corean Town, en Tsuruhashi, Osaka. Cogí en tren bala y fui a verle. Le llevé el libro que le había dedicado su amigo. Se sorprendió y se emocionó. Me contó que Abe Kobe había muerto hacía un par de años, a consecuencia de una enfermedad. Kim había perdido casi todo el contacto con él al poco tiempo del incidente del periódico Asahi. Fue una de las pocas personas que tras el escándalo no le dejó de lado. La sociedad japonesa, como todas, comete sus pecados. Kim le acogió en su pequeño apartamento, y le intentó animar. Abe Kobe estaba muy deprimido y pretendía quitarse la vida.

—¿Qué le hizo cambiar de opinión? ¿Por qué no se suicidó?

—Fue Aokigahara, el bosque de los suicidas en Japón. Una vez allí contempló el inmenso parking a la entrada del bosque, lleno de coches abandonados por quienes habían decidido quitarse la vida. Aquello era lo más parecido a un verdadero cementerio de automóviles, un lugar donde las lápidas habían sido sustituidas por carrocerías. En cada salpicadero había una nota, una carta de despedida, una disculpa a los pariente. Y también en cada coche estaban, cuidadosamente dejadas en el asiento del conductor, las llaves. En ese momento Abe Kobe olvidó la humillación del despido, del ser descubierto en la mentira, y vio una solución a cualquier problema económico.

—¿Robar aquellos coches?

—Bueno, supongo que yo no habría empleado esa palabra. En cualquier caso, no le fue del todo mal durante algún tiempo. Pudo alquilar un apartamento, sentarse a escribir.

—¿Qué más datos le dio el comerciante coreano?

—Me dio el verdadero nombre de Abe Kobe. Ahora sí le veía por primera vez cerca. Pero terminé la beca y tuve que volver a España y aplazar mi investigación.

—Después, claro, de tu segundo encuentro con el profesor Nakamori...

—Nakamori san, claro. Su respuesta, curiosa y desconcertante. Según me contó, el anterior catedrático de Literatura en lengua castellana de la Universidad de Tokio, Eiichi Kimura, coincidió en una ocasión con Abe Kobe. Kimura sensei fue el traductor de algunos de los autores más importantes de la literatura hispanoamericana. Pero al final de sus días, cuando ya estaba a punto de jubilarse, dio un cambio en su carrera, y comenzó a traducir la obra de algunos autores españoles. Julio Llamazares le entusiasmó. Decía que había descubierto en sus libros la literatura que de verdad le apasionaba: tradujo sus novelas, que tuvieron éxito en el mercado japonés. En especial, La lluvia amarilla . A los japoneses les encanta. El profesor Kimura invitó a Llamazares a dar unas conferencias a la Universidad de Tokio, y en una de estas parece que se presentó un hombre delgado, con el cabello engominado al estilo occidental, y con unas gafas de sol a modo de diadema, e insistió en darle a Llamazares un ejemplar de sus poemas, que había autoeditado. El profesor Kimura le hizo ver que no valdría de nada, porque Llamazares no habla ni lee japonés. Y el hombre entonces le pidió que los tradujera al castellano. Para evitar que se produjera una escena que pudiera incomodar a su invitado, Kimura resolvió decirle que haría lo que pudiera, y se guardó el cuadernillo con los poemas. Cuando se jubiló y le cedió la cátedra al profesor Nakamori, le legó también el cuaderno de poemas y el encargo: Con estos poemas, le dijo, haz lo que puedas. Supongo que al prestarme el ejemplar, Nakamori sensei se libró de aquel extraño compromiso que nunca adquirió.

—Queda por preguntar, ¿por qué Abe Kobe quería que Llamazares leyera sus poemas?

—Vuelvo en agosto a Japón. He conseguido ahorrar algo de dinero. Y cuando regrese a España tendré una respuesta. Eso espero.

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