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«León es la ciudad de los chopos»

l. Ortega y Gasset publicó sus impresiones de León tras su viaje de Madrid a Asturias en 1915.

leo la valle

Publicado por
alfonso garcía
León

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José Ortega y Gasset (1883-1955) fue uno de nuestros pensadores más universales, al margen de interpretaciones. Vinculado esencialmente a los estudios metafísicos, materia de la que fue catedrático en varias universidades, los seis números de El Espectado r ofrecen, sin embargo, teorías sobre los más diversos aspectos de la vida concreta, llenas de matices y sugerencias. En el cuarto, en concreto, dentro del bloque de Notas de andar y ver, aparecen sus impresiones del viaje De Madrid a Asturias o los dos paisajes (publicados inicialmente en cuatro números de la revista España, dos en 1915, dos en 1916). «Durante este verano –escribe- he vivido mes y medio en Asturias». Estamos hablando del año 1915, y hay que subrayarlo, pues prácticamente ha transcurrido un siglo. Hoy es «dieciséis de julio», escucha en el tren poco antes de llegar a Sahagún. A lo largo del itinerario ferroviario que le conduce hasta la provincia vecina, Ortega deja algunos apuntes e impresiones sobre León. Tomamos nota.

Sahagún

Llega a Venta de Baños, «donde dejo el tren de Irún para tomar el mixto de León». Palencia, Grijota, Villa Umbrales, Paredes –«Aquí creo que nació Berruguete, el escultor»-. Nada escapa a la mirada atenta y curiosa de Ortega. «Hasta aquí –apunta- he ido solo en el departamento. En Paredes suben tres monjas, tres hermanas de la Caridad. Una es joven, pálida y escrofulosa. Otra, de mediana edad, con tez y perfil anglosajones. La tercera, a quien ambas atienden y regalan, es vieja, una de estas viejas muy viejas que conservan en sus facciones gruesas una grata blandura, que tienen la mano aún gordezuela, pero ya sin elasticidad en los tejidos musculares. Es dulce, simpática, sencilla, notable y altanera a la vez. Es la vieja perfecta; debió ser hermosa, y los arcos óseos de sus ojos siguen siendo dos bellos arcos derruidos».

Las monjas se quedan en Sahagún. Posiblemente solo de nuevo, el filósofo se abstrae y hace la más hermosa descripción que uno conozca sobre la villa leonesa: «Y el paisaje, más allá, cobra en la bellísima puesta de sol una increíble emoción. Azul oscuro el cielo, como los cuadros de Filippo Lippi; oro viejo veneciano en las apretadas mieses donde los restos de un vientecillo aún goza revolcándose.

En el momento de entrar la noche la luna menguante aparece a media altura, como una pupila que va pasando sobre la campiña y quedara llena de estupor. En la alta mies, de súbito, surge un labriego que lleva al hombro una guadaña. Se mira en ella la luna y el hierro de la guadaña parece convertirse en una luna tan verdadera como la de arriba. Es un momento de emulación y equívoco: ambas lunas refulgen caminando en sentido inverso. Pero el tren corre y deja ambas a un lado, sin que sepamos, en efecto, cuál es la original». Quién le iba a decir a don José en estos momentos que, aunque cunero, iba a ser elegido diputado por León en junio de 1931. Así fue. Ocupó el escaño por la Agrupación al Servicio de la República, donde también estaban integrados Miguel de Unamuno, Gregorio Marañón o Ramón Pérez de Ayala. Los escaños parlamentarios ocupados por estos intelectuales eran conocidos como «el Olimpo» y Ortega era su portavoz. La vida del grupo fue breve, pues se disolvería en 1932.

«Al día siguiente –prosigue Ortega y Gasset el relato de su viaje-, cuando el tren sale de León, es la alborada, y el sol -¿otra vez el sol?- llama con el cuento de su lanza de oro en ventanas y galerías. La ciudad, irradiando reflejos, tiene un despertar de joya».

Y a continuación, una de las descripciones más precisas y reconocidas de la ciudad, con la mirada ya de prácticamente un siglo: «Allá queda Papalaguinda, el humilde paseo provincial sito en las afueras, peraltado sobre el río, del que ascienden constantemente humedad y vaho. El tren avanza entre chopos por la vega. León es la ciudad de los chopos, del árbol fiel a toda la meseta, árbol leonés y castellano. Dondequiera se encuentran sus fustes gentiles acompañando un rato la carretera solitaria, agrupándose en torno a un manantial que las palomas frecuentan. Altos, esbeltos, sacudidos de hoja, algunos como altísimas banderas enrolladas».

La verdad es que aquí ya no cuenta más sobre el trayecto que separa la capital de la provincia vecina. Enhebra una serie de excelentes reflexiones motivadas por el paisaje. Y ya en el límite, cualquier límite en verdad –«¡Leitariegos, Pajares, Piedrafita, El Pontón, Pan de Ruedas!»-, afirma que los puertos son «lugares sublimes, majestuosos, de prócer soledad». Pero «no es un buen sitio Pajares o Leitariegos para detenerse a echar un sermón. Sopla un fino cierzo en la divisoria y la niebla que, vacilante, asciende de los senos profundos, llega frígida a la altura. La ética podría costarnos un resfriado, y, además, nadie nos escucha». Pero mientras el tren se adentra por Pajares en Asturias, advierte: «Lo primero que mirando hacia Asturias vemos los castellanos es que no vemos...»

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