¿Son blandas de corazón las leonesitas?
l ‘Un viaje de novios’, la novela leonesa de Emilia Pardo Bazán. Filandó n De tono realista, con detallismo descriptivo, esta es una de las novelas más cargadas de datos físicos y toques naturalistas de la autora
Q ue la boda no era de gentes del gran mundo, conocíase a tiro de ballesta, a la primera ojeada. No hay duda que los desposados podían alternar con la más selecta sociedad, al menos por su aspecto exterior; pero la mayoría del acompañamiento, el coro, pertenecía a la clase media, en el límite en que casi se funde con la masa popular. Había grupos curiosos y dignos de examen, ofreciendo el andén de la estación de León golpe de vista muy interesante para un pintor de género y costumbres». Así arranca Un viaje de novios , la novela que Emilia Pardo Bazán publicó en 1881, cuando tenía 30 años. En ella incorporó algunas novedades respecto a lo que estaba ocurriendo en la literatura del momento, incluso algún anticipo del naturalismo que la caracterizó. De tono realista (conocía muy bien, por ejemplo, Vichy, «la villa termal» francesa), con detallismo descriptivo, una de sus novelas más cargadas de datos físicos, toques naturalistas y algunos aspectos rezagadamente románticos. La propia condesa afirma de ella que es «de índole más semejante a la de las modernas novelas llamadas de costumbres». Por ello Un viaje de novios tiene, sobre todo, el interés histórico que suelen suscitar todos los comienzos de una considerable novedad literaria.
El amargo e irónico final de la novela llama la atención: «Lo que con más empeño criticó la gente, fue este moderno requisito del viaje de novios, costumbre extranjeriza y vitanda, buena sólo para engendrar disturbios y horrores de todo linaje. Sospecho que con el triste ejemplo de Lucía, tradicionalmente conservado y repetido a las niñas casaderas, en lo que resta de siglo no habrá desposados leoneses que osen apartarse de su hogar un negro de uña, al menos en los diez primeros años de matrimonio». Un viaje de novios (Lucía González y Aurelio Miranda) describe el trayecto desde León a Vichy (a Miranda le vendría bien la terapia de las aguas), con parada en Bayona, aunque la miga de la trama reside en lo que le ocurre a la joven Lucía durante el viaje. Digamos, para no entrar en el detalle del argumento, que se enamoró de otro hombre, aunque permaneció fiel a su marido. De él llega embarazada cuando regresa a León. «Más de dos semanas dio pasto a las lenguas ociosas de León el singular suceso de la llegada de Lucía González, sola, triste, desmejorada y encinta, a la casa paterna. Inventáronse mentiras como castillos para explicar el misterio de su vuelta, el retiro en que se dio a vivir, la tremenda pesadumbre que nublaba el rostro del tío Joaquín González, la desaparición del marido y tantas y tantas cosas que trascendían a escándalo y drama conyugal».
El Leonés. Ultramarinos
Joaquín González, «mancebo, en los verdores de la edad, fuerte como un toro y laborioso como un buey», salió de León para asentarse en Madrid a la búsqueda de su futuro. «Colocado en Madrid en la portería de un magnate que en León tiene solar, dedicóse a corredor, agente de negocios y hombre de confianza de todos los honrados individuos de la maragatería». Honradez, puntualidad y celo «le granjearon crédito tal, que llovían comisiones, menudeaban encargos, y caían en su bolsa, como apretado granizo, reales pesos, duros y doblillas en cantidad suficiente para que al cabo de quince años de llegado a la corte pudiese Joaquín estrechar lazos eternos con una conterránea suya, doncella de la esposa del magante, y señora tiempo hacía de los enamorados pensamientos del portero; y verificado ya el connubio, establecer surtida lonja de comestibles, a cuyo frente campeaba en letras doradas un rótulo que decía: El Leonés. Ultramarinos». Muy surtido el negocio, con espléndidas exquisiteces, empezó a tener como clientela a «gente de fuste». Se hizo muy rico. Pero también llegó la desgracia. Su mujer, una «recia madre leonesa», murió poco después de hacer su hija, Lucía. Joaquín –«El leonés» con frecuencia en la novela-, aconsejado para que cambiase de aires y de vida, aunque volvía con frecuencia, regresó definitivamente a León. «No tenía ínfulas de ricachón, y era en genio y trato sencillo en extremo; pero si renunciaba al señorío en su persona, no así en la de su hija; parecíale oír voz que le decía como las brujas a Banquo: «No serás rey, pero engendrarás reyes». Y luchando entre el modesto convencimiento de su falta absoluta de rango, y la certeza moral de que Lucía a grandes puestos estaba destinada, vino a parar a la razonable conclusión de que el matrimonio realizaría la anhelada metamorfosis de tenderilla en dama. Un yerno empingorrotado fue desde entonces el sueño perenne del antiguo lonjista».En esta capital creció Lucía. «En su infancia, prolongada la inocencia y la radiante salud, no cabían más placeres que correr por las alamedas que a León rodean, brincar con regocijo, cual pudiera adolescente ninfa retozando por los valles helenos». La joven —tenía dieciocho años cuando se casó— es «de tierna sensibilidad» y, como la define su amiga Pilar, tan opuesta de carácter e intereses, «una santita, un angelín de retablo». Y a cortejarla empezó Aurelio Miranda, de cuarenta y cinco años, madrileño que «hubo de irse a vegetar a León», donde desempeñaba «uno de esos destinos que en España abundan, no por honoríficos peor retribuidos, y que sin imponer grandes molestias ni vigilias, abren las puertas de la buena sociedad, prestando cierta importancia oficial». O sea, un individuo «con mucho aparato y sin un ochavo», que más que a la hija cortejaba al generoso capital del padre. Y como «León era una ciudad que involuntariamente sugerías ideas matrimoniales», se casaron. «El que conozca un tanto las ciudades de provincia, imaginará fácilmente cuánto comentario, cuánta murmuración declarada o encubierta provocó en León la boda del importante Miranda con la oscura heredera del ex lonjista...