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Los surcos de la memoria
LA AVENTURA PLUSCUANCENTE-. NARIA DE CRÉMER (1907-2009), QUE ESTE VIERNES CUMPLIRÍA LOS 108, COLONIZA EL LEÓN CONTEMPORÁNEO Y SU OBRA NOS OFRECE LA IMAGEN DE UNA CIUDAD QUE TRANSITA DESDE EL TRAJÍN DE LOS CARROS AL DESTELLO DEL AVE. UNA TRAYECTORIA TAN AMPLIA DA PARA MUCHO, SOBRE TODO SI HA SIDO LABORIOSA Y FECUNDA COMO LA DE NUESTRO PAISANO. divergente
S i hubiera que buscar un timbre para la literatura de Crémer, que sirva tanto al perfil de su poesía como al relieve de los relatos novelescos o memoriales, ese sería sin duda el de la autobiografía. En esa piedra machacó el autor cada vez que fue requerido, desde los primeros versos a las poéticas demandadas por sucesivos antólogos, hasta troquelar una identificación entre su obra y sus vivencias. De ahí, la ecuación situada en el pórtico de Poesía total: Poesía=Biografía. No era una declaración ingenua y menos aún inocente, pero Crémer tuvo la astucia de arroparla con interrogantes.
Crémer repasó siempre estos mojones de su añada centenaria como hitos de un recorrido fértil, estragado a veces por la cicatería de las circunstancias. Así, la tradicional inclemencia doméstica con los sueños más hermosos. Las recompensas que tuvo le llegaron siempre de lejos, como aquella acogida hospitalaria de Max Aub al premiar desde el exilio su primera novela: «De Burgos a León, camino llano, / ahí está Victoriano». Los versos de Max Aub cartografían un campo interior de fidelidades clandestinas.
PAUTAS DE LA EDAD
El vuelo de Crémer no admite con comodidad la simpleza de los rótulos. El intento de apresar en un lema su despliegue por diversos géneros se antoja imposible. Si la poesía arroja un testimonio mordaz y clarividente de su época, su obra memorial es la decantación de una conciencia que previamente purgó sus demonios en el banco de una narrativa emboscada de parábola. Cualquier lector de su obra puede comprobar los flujos y reflujos de vivencias entre sus novelas y los libros testimoniales. Al cabo de los años, las piezas encajan y el engranaje no chirría: los relatos se complementan. Tampoco se trata de extremar el contrapunto entre los recuerdos y su ficción, aunque esa equivalencia pudiera seguirse sin excesivo riesgo de patinar en el intento. Sobre todo, a partir de la hora en que la memoria pudo expresarse ya sin excesivas cautelas. Aunque ya entonces acumulaba demasiados duelos.
El libro de San Marcos (1980) dio el aldabonazo de poner por escrito con nombres e imágenes el sordo runrún de décadas silenciadas. Luego volvería, en sucesivos libros recurrentes, sobre lo mismo. Así, en las novelas Los trenes no dejan huella (1986) y Parábola de Amalia la Petarda (1997) y con más precisión en las memorias Ante el espejo (1994), que publicó Diario de León. También en las irónicas misceláneas de Tabla de varones ilustres, indinos y malbaratados de la ciudad de León y su circunstancia (1983) y Los extraños terroristas de la Sábana Santa (1994). Para entender las cautelas con las que Crémer arropa su purga del corazón en El libro de San Marcos, hay que situarse, como a él le gustaba repetir, en la tesitura de su aparición. Apenas dos meses antes del fallido intento de golpe de Estado. Hecho el desahogo memorial, sus novelas rebajan la alegoría. Los aires de libertad transparentan la clave narrativa de Maqueda, al incorporar fotografías del viejo León a las páginas de Los trenes no dejan huella (1986). Ese mismo universo acoge otros relatos crepusculares de menor cuantía: Los extraños terroristas de la Sábana Santa. Marionetas, títeres y otros volatines (1994), Parábola de Amalia la Petarda (1997) y La Casona (2001).
Después de Libro de Caín (1958), que discurre en el espacio bien reconocible de Burgos y León, su segunda novela esconde su relato en un cascarón alegórico. Libro de Caín fue premio de novela Nueva España de la Unión de Intelectuales a cuyo timón estaban León Felipe y Max Aub. Historias de Chu-Ma-Chuco (1970) se tituló antes Historias de España y quedó entre las finalistas del Planeta 1967, que ganó Ángel María de Lera con Las últimas banderas. Luego, desplazó la fábula a una remota república americana regada por el Copalupo, afluente del Amazonas. Pero el alejamiento no disimula los surcos de la memoria, que transcurren por Burgos y León. Su mayor interés radica en una prosa de rancio sabor castellano, aliñada con torrentes de sarcasmo.
EL REMANSO DE LOS BRÍOS
Con 21 años, Crémer publicó su primer libro de versos y ochenta años más tarde, con 101, obtuvo el Premio Gil de Biedma con El último jinete. Ahí siguen predominantes sus preocupaciones esenciales por el ser humano y sus circunstancias, de las que ahora resaltan la inminencia de la muerte y la percepción de un amor que respira por su herida. Década a década, la poesía de Crémer va remansando sus bríos sociales en una dicción más serena, de pulso reposado. Nuevos cantos de vida y esperanza (1952) supone el culmen de la primera etapa de su poesía. El libro contiene poemas memorables dedicados a los habitantes del mundo humilde que acaba de abandonar: La vieja de las naranjas, las carbonilleras, el hombre sin origen. A ese universo postrado por el dolor y la injusticia dirige el poeta una mirada caritativa e indulgente, a la vez que levanta su voz acusadora, de denuncia. Diez años más tarde, obtiene el Premio Nacional con Tiempo de soledad. En sus versos se suceden la preocupación social, España como problema persistente, la familia y el amor como costumbre. El jurado que le otorgó las veinticinco mil pesetas incorporaba, junto a los ultramontanos Fernández de la Mora y Anglada, a Ana María Matute. La última reunión de su poesía en los dos copiosos volúmenes de Los signos de la noche (2009) apareció póstuma.