Diario de León

Una estación, una ciudad, un destino

l El escritor leonés Antonio Colinas despliega sus muchos recuerdos entrelazados a la Vía de la Plata. Filandó n «Además de una vía de ferrocarril había unos paisajes del alma que los ojos iban desvelando»

Las vías abandonadas del tren Ruta de la Plata

Las vías abandonadas del tren Ruta de la Plata

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antonio colinas
León

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E l tiempo avanza, los años transcurren, pero quedan entre nosotros una serie de vivencias —de símbolos— que son a la vez los iniciales y los iniciáticos de nuestras vidas. Me refiero a esos recuerdos primerísimos, muy llanos y tiernos, pero que dejaron una marca, a la vez de realidad y de ensueño en nuestras miradas. Así sucedía con aquel paseo que, cada día, después de comer, daba con nuestro padre hasta la estación del ferrocarril y hasta el jardinillo que estaba su lado. Íbamos a pasear, sí, pero sobre todo a ver el tren que llegaba traqueteante y vomitando humo y carbonilla. Había ese momento prodigioso de la llegada, pero había otro que a mí siempre me intrigaba. Cuando partía, ¿a dónde se dirigía el tren y sus gentes, dónde acababa aquel perderse por la infinitud de la vía? Mi padre siempre respondía: «Va hacia Extremadura, hacia Cáceres». Y esta última palabra quedó en mi memoria no como expresión de una ciudad o de un lugar concretos sino de lo misterioso, de lo que está más allá, de cuanto desconocemos en la vida, que todavía hoy es mucho.

Cáceres era pues un símbolo y, como María Zambrano escribió, «los símbolos desvelan los misterios». Los símbolos —digo yo— también sanan y salvan. ¡La vía del tren de mi infancia…! Todavía era muy pronto para saber que, en realidad, aquella vía —que hoy ensueño doblemente, pues desapareció triste y repentinamente en 1985— iba de Astorga a Cáceres, y tenía en La Bañeza, mi ciudad natal —como la primitiva calzada romana— su primera parada. De un plumazo eliminaron la línea de ferrocarril porque, al parecer, aquella ruta «no era rentable económicamente». ¿Y era rentable la soledad de los ancianos y de los estudiantes que no poseían coche? ¿O la de quienes, a partir de Cáceres, seguían viaje a Andalucía? ¿Es rentable el ensueño de un niño?

Aún no sabía que en realidad aquella vía del ferrocarril que terminaba en Cáceres respondía a otra vía más primitiva: la Vía de la Plata. Ya desde tiempos romanos iban y venían por ella mercancías y personas sobre una calzada de losas enormes que no hace mucho salieron a la luz, poco antes de Baños de Montemayor, al construir la autovía. Aquella Vía que todavía hoy, gracias a puentes y a miliarios primitivos, señala y recuerda el tiempo pasado, esa línea directa, no radial, de comunicación y de progreso, en cuyo renacimiento hoy muchos estamos empeñados.

El último tren

Pero cierro los ojos del niño, partió el último tren, los raíles se llenaron de hierbajos, pero los vuelvo a abrir. Porque el nombre de Cáceres es como una semilla que en mí quedó sembrada en buena tierra; no como esos misterios que están huecos y que nada significan sino como expresión de algo que un día dará fruto. Por eso, cierro los ojos del niño, abro los ojos de la persona mayor y, a su vez, vuelvo a cerrarlos para comprender que hoy, para mí —otros tendrán su visión de la ciudad— Cáceres es una ciudad profundamente unida a lo literario y, en consecuencia, a lo que ha sido mi vocación para la palabra.

Vuelvo a cerrar los ojos. Comienzos de los años 70. Ahora no soy el niño al que llevaba su padre de la mano, sino que he tomado en la estación de Salamanca, el tren que me llevará a Cáceres por vez primera. Aún perduraba el tren y aún tenía, para mí, por meta la ciudad de Cáceres. Y yo entonces, joven ya y no niño, iba hacia ella. Venía de dar mi primera conferencia en un curso de verano sobre la Generación del 27 en Salamanca e íbamos a Cáceres a dar otra en lo que entonces era sólo su Colegio Universitario. Digo «íbamos» porque me acompañaba el escritor y profesor José Luis Cano, el alma de la revista Ínsula , a la que tanto le deben los escritores y la literatura españoles.

Tanto ayer como hoy, entre Salamanca y Cáceres, además de una vía de ferrocarril había unos paisajes del alma que los ojos iban desvelando. No es raro por ello que esta Vía de nuestro occidente también haya sido reconocida como Vía Verde, pues, a la vez, el paisaje desvelaba el misterio de la ruta de ese tren que ahora sabía que, al fin, me iba a llevar a un destino cierto: Cáceres. Aquel día, para el joven, el recorrido (y su entorno) ya poseía nombres reveladores, a su vez, de otros mundos. Porque no se puede comprender a Cáceres sin algunos lugares previos —emblemáticos— para el que accede a la ciudad desde el norte: Baños de Montemayor con sus termas, que algo tenía —en las bruscas curvas de entonces— de descenso a lo secreto; Hervás, preservando las huellas de otra cultura española; Abadía o Sotofermoso (donde Garcilaso y Lope de Vega vieron y cantaron sus hermosos jardines); Cáparra (donde la calzada aún florece en ruinas espléndidas); a la izquierda, y, abriéndose desde Plasencia, comarcas y lugares llenos de simbolismo: la Vera, el Jerte, Jaraíz, Yuste, el río Tiétar y el paraíso de Monfragüe. Tras aquel descenso iniciático, la piel sentía (y siente) otro aire y las venas otro clima más tibio.

Ya en Cáceres, residimos en aquellos lejanos días en el mismo Colegio Universitario que, no tardando mucho, sería Universidad. Luego, a la Universidad de Cáceres me llevó de nuevo la literatura por medio del nombre de un profesor, Juan Manuel Rozas. Él no era un profesor al uso. Primero, porque había renunciado a su cargo en una universidad de Madrid para ir a la de Cáceres por razones de predilección, de afecto. Buscaba para su salud aquella tibieza y bondad del clima seco y puro, y Cáceres era un lugar ideal. Renuncia, pues, a la gran ciudad y a sus intereses, para apostar por una modesta universidad de provincias, pero a la vez, muy abierta a un nuevo afán de conocimiento. Entre otros muchos valores, Rozas fue el primer autor que allá por los años 70 se interesó por la poesía última, por la de los «novísimos». Su artículo Los novísimos a la cátedra (1979) fue una referencia bibliográfica avanzada, ineludible. Rozas falleció pronto, pero nos dejó un verso que bien vale una vida: «Somos ruido de rosas, dioses para la muerte».

Su biblioteca era y es muy especial. Durante otro de mis viajes a Cáceres —literario también— su viuda me la mostró, y allí estaban los clásicos más selectos y en las más preciadas ediciones para probarme que el interés de Rozas por la poesía venía de muy lejos, y en Cáceres lo había fundamentado no manteniendo los tópicos y telarañas del pasado, sino avivando los contenidos literarios, mostrando ese interés especial por la nueva poesía y —lo que acaso fuera más importante— creando una verdadera escuela de alumnos-poetas, cuyos nombres ahora no recordaré aquí para no olvidarme de alguno; pero sin los cuales sería inconcebible hacer una valoración de la poesía y, por extensión, de la literatura española actuales. En mi biblioteca hay, en tres volúmenes, una recopilación de la poesía extremeña en cuya conformación de autores mucho tuvo que ver el magisterio de Juan Manuel Rozas.

Sí, cierro los ojos para seguir desvelando en mi memoria el nombre de esa ciudad que mi infancia ensoñó y retorna de nuevo Cáceres como ciudad abierta a la literatura; aspecto quizás para otros secundarios, pero, como ya he dicho, para mí esencial por ir paralelamente —como las vías de aquel tren perdido de mi infancia— hacia mi vocación de escritor. Cierro los ojos y, en mi interior, surge una de las Ferias del Libro de la ciudad, y en ella la presencia de aquellos poetas que entonces sólo eran estudiantes. Amaban la literatura, pero también tenían el don de amar mucho a su tierra, que a veces se reflejaba en pueblos de la provincia, pero que siempre concentraban en su amor a Cáceres, la ciudad que les proporcionaba el conocimiento.

Ellos fueron también para mí guía en ese laberinto de piedras prodigiosas que es la ciudad antigua; laberinto que se acentuaba al atardecer, cuando el aire radiante dejaba ver el perfil de las cigüeñas en torres y en campanarios y, sobre todo, de noche. Entonces Cáceres era (y es) ese laberinto que, por sus dimensiones nunca extravía, sino que nos sumerge de manera suficiente en el silencio del ensoñar, o en el ensoñar el silencio. ¡Qué bien se comprendía entonces en aquellas calles y placitas la creencia jungiana de que la piedra es «energía indestructible», que la piedra da vida.

Pasaron los años y regresé

En esta ocasión, una mujer se identificó diciéndome: «Yo fui una de aquellas personas que, siendo estudiante, le sirvió de guía por la ciudad antigua». Cáceres había supuesto, pues, una iniciación para el que la descubría y para quien nos la había hecho descubrir. En medio: la amalgama invisible de la poesía, de la literatura, en nuestros diálogos y en aquel pasar repentinamente de un mundo a otro desde alguno de los postigos, por las puertas de Mérida o del Río, o partiendo de las plazas de Piñuelas, Santa Clara o Cancelas. O, por el Arco de la Estrella, penetrar en la Plaza de Santa María, una condensada muestra de arquitecturas únicas. Y más adentro, nombres que son poesía en sí mismos: Torre de los Espaderos, Casa de los Caballos, Casas del Sol, de la Cigüeña, del Águila.

La Vía de la Plata nace en tierras de León, en Astúrica Augusta (Astorga) y sigue en realidad hasta Augusta Emérita (Mérida), pero antes estaba esa parada en la mansión de Norba Caesarina, la primitiva Cáceres, alzada sobre un castro en el siglo I. Hubo por tanto en mí una relación claramente literaria con la misma, pero también vivencial e histórica. El rey leonés Alfonso IX había tomado la ciudad de Cáceres en 1229, apenas diez años después de fundar en Salamanca, en 1218, la primera universidad española. Había, pues, un muy antiguo y culto hermanamiento en aquel afán de refundar y unir tierras. La influencia leonesa llegó hasta el Guadiana y algún día habrá que fijar en una publicación fundamentada las resonancias y sintonías entre ambos territorios hermanos, la relación sutil en muy diversos campos: la arquitectura y la música, la orfebrería y los ropajes, la gastronomía y las leyendas, la fauna, la artesanía y la común romanización. (Otras veces, este hermanamiento ya se ha fijado en obras ejemplares, como el Museo de las Alhajas de la Vía de la Plata, creado ya en mi propia ciudad, en La Bañeza.) De estas sutiles sintonías saben mucho mis amigos los profesores José Luis Puerto y Valentín Cabero (este último, eminente geógrafo; por cierto, uno de los primeros profesores de la Universidad cacereña).

Bien es verdad que a veces no me llevaba la literatura a la ciudad, pues la visitaba en secreto con mi familia, cual anónimos turistas, que debían redescubrir la ciudad en lo que ésta nos ofrece de inesperado. Sin embargo, lo normal, lo habitual, era que la Cáceres literaria siguiera teniendo en mi vida ese protagonismo que sólo la bonhomía de sus gentes de letras, la apertura de sus instituciones y los afectos pueden suscitar. Por eso, un día, tuve que acudir allí para presentar la primera monografía coral que se publicó sobre mi obra poética, El viaje hacia el centro (1997). Una treintena de estudiosos me sorprendían colaborando en este libro que en Extremadura nacía y que en Cáceres era presentado. En otras ocasiones, era mi propia poesía la que adquiría nueva vida en la ciudad gracias a una antología como Nueva ofrenda (2009). Ahora la Diputación Provincial, la Institución El Brocense y la ‘Colección abeZetario’, eran quienes me permitían ofrendar a la ciudad los poemas míos que yo prefería, esa esencia de, cuanto a lo largo de muchos años, yo había ido creando.

Cáceres siempre me remitía a la literatura, pero a la vez, retornaba a mí por medio de esa Vía de la Plata que unía a Cáceres con La Bañeza, la ciudad en la que yo había nacido. Así, las vivencias literarias cacereñas primeras se fundían con el aroma a tomillo del Jardín de mi estación de ferrocarril, obras literarias muy queridas unidas a la mano de mi padre, que cada tarde me conducía hasta aquel humeante tren que se perdía en dirección a un misterioso lugar: Cáceres.

Hablo de mis obras literarias «más queridas» no a la ligera sino por la constatación de un hecho cierto. En el año 2009 —con ocasión de una celebración que me volvía a recordar que cacereños y leoneses éramos hijos de la misma Vía de la Plata, de esa ruta que unía tierras y personas, y que no las separaba– nació la edición del más amado, conocido y traducido de mis poemas. Poema de poemas, debido a su extensión, que se titula Sepulcro en Tarquinia y que fue maravillosamente iluminado (es decir, metamorfoseado, enriquecido, reinterpretado con sus osados colores y figuras) por el artista cacereño Javier Alcaíns.

No, éste no era un libro más, ni nacía en una ciudad cualquiera, ni con una ocasión banal, ni brotaba del compromiso, sino del amor que Alcaíns, el artista, sentía hacia aquel libro. Se daba una vez más es milagro de que, a veces, nuestros lectores más fecundos son los más secretos. El colofón del libro reza así: «Este poema, escrito en Italia por Antonio Colinas, lo iluminó Javier Alcaíns en la antigua y bella ciudad de Cáceres. Tocó la última página mientras la lluvia del 26 de febrero del año 2003 caía interminable. Por buen amor, con vino rojo». Observemos que hay una diferencia entre el año en que el libro fue iluminado y el publicado, prueba también de que la creación de Alcaíns había llegado de una lectura suya previa, objetiva, pura, pero que sólo Cáceres lo había acogido con generosidad.

Otros escribirán de esos palacios y templos de la ciudad, de esas puertas antiguas que ponen en comunicación la modernidad y lo contemporáneo, con la muy especial arquitectura medieval y renacentista, de sus blasones y balcones esquineros, de las columnas de sus patios, de sus cuestas y escaleras, de sus adarves y aljibes. Podía haber escrito sobre lo que se piensa y se siente en Cáceres cuando uno la pasea a distintas horas del día; o cuando las cigüeñas crotoran y sacuden en pináculos y chimeneas sus alas y cuando las pliegan y adormecen en sus prodigiosos nidos; frutos éstos, me atrevería a decir, no de una destreza, sino de una sabiduría. (Las cigüeñas que, según las estaciones del año, bajan de León a Extremadura, o suben de Extremadura a León.)

Pero no. Lo literario, la literatura hecha vida y la vida hecha literatura, se han impuesto en este texto que yo le debía a Cáceres desde hace tiempo. La literatura que es vida y que también me debería haber llevado a comentar que, un día, recibí en casa la colección del tesorillo de libros antiguos que apareció al derrumbar una pared en Barcarrota, una biblioteca «transgresora y heterodoxa» que hablaba de la liberalidad de su dueño para con la cultura. Uno de los libros era el facsímil del Lazarillo, ejemplar que —como las cigüeñas— quizás había descendido un día de Salamanca, por la Vía de la Plata, en el bolsillo de algún estudiante. (Vía por donde también ascendió y descendió el estudiante y «peregrino» cordobés Luis de Góngora, en uno de cuyos parajes, enfermaría más tarde de cuerpo y amor.)

Porque, ante todo, la ciudad y la Vía en la que se encuentra Cáceres sigue siendo lugar de paso y de destino; ahora mucho más acelerada gracias a una autovía que ha sacado de cierto olvido a nuestro occidente. Nací a la vida en el tramo leonés de esta vía y en esta vía, en Salamanca, vivo ahora. Mucho se ha acortado el viaje por esta ruta. Ya no se va y viene por ella sobre las grandes y hermosas losas de piedra de la calzada romana. Hoy vamos a Cáceres en poco más de una hora. Y, con ello, podemos seguir desvelando cuanto la ciudad posee de secretos aún sin descubrir y entregan las ofrendas que le debemos. La mano de un padre en la mano de un hijo.

El aroma del tomillo en el jardín. El tren traqueteante y humeante que pasaba siempre hacia un destino inimaginable. Pero aquel destino adquirió con los años sentido, iba a ser algo entrañablemente unido a lo más esencial de una vida. Los miliarios de la calzada, los raíles, el humo de la ruidosa locomotora, no conducían a la nada, sino hacia una ciudad y un destino fértiles.

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