Laura Restrepo mira al mal en su último libro
l La escritora colombiana, que publica ‘Pecado’, considera que el mal «es mucho más divertido». Laura Restrepo afirma que El mal «nos rodea como la capa de ozono». La escritora colombiana, que explora la raíz del mal en su último libro de relatos, cree que el «gran pecado de nuestro tiempo es la indiferencia» «Hay que convivir con tus pecados, como el pez con el agua. No hay redención que valga»
L aura Restrepo (Bogotá, 1950) mira al mal de cara en Pecado (Alfaguara). El jardín de las delicias del Bosco y su fascinante mezcla de placer y castigo inspira unos relatos que hablan de lujuria, avaricia, soberbia, petulancia o egolatría. Explora la maldad para averiguar qué fue del bien, «que no tiene cara ni vocabulario». Tras ocho viajes por los vericuetos del asesinato, el incesto o el adulterio, sitúa la indiferencia, el hedonismo o la petulancia como pecados capitales de hoy. Negociadora durante diez años en el proceso de paz en una Colombia «hiperviolenta, como el cine de Tarantino», hoy su único compromiso es la literatura.
—¿El mal da mucho más juego literario que el bien?
—Es más divertido. Atormenta más y es más visible. En mi novela Delirio escribí sobre una mujer que enloquece con un marido bondadoso que la adora. Es el personaje que más me ha costado. Era tan bueno que no encontraba las palabras. Hemos perdido las tonalidades para hablar de lo bueno; se han difuminado. Pecado explora el mal para poner de poner de relieve el propio bien, por contraste. El bien es una noción tan pasada de moda que se ha ido vaciando hasta de vocabulario. No tiene cara. La palabra pecado también pasó de moda. Ha quedado para los boleros.
—¿Por qué ha perdido sentido?
—Suena rara. Dice poco. Nadie dice ya «anoche pequé». No está claro hoy qué hacemos bien y qué mal. La sensación es que el mal nos rodea como la capa de ozono. Lo que pasa con los inmigrantes, las guerras, las hambrunas, el desprecio de unos seres humanos por otros, está teñido de una maligna oscuridad muy evidente. Carecemos de herramientas para juzgar el pecado y discriminar el bien del mal.
—¿Cuál es el gran pecado de nuestro tiempo?
—La indiferencia que hace invisibles la violencia y la miseria. En un relato sobre tres hermanas en una playa, hablo, como el cuadro del Bosco, de la pérdida del paraíso. Trata de la lujuria, de una de las hermanas que goza acostada con un pescador negro, hasta que cambia y habla de la indiferencia. Lo terrible es que lo que para las chicas es el paraíso, para los negros es un infierno. Salto de un pecado otro. Sale lo inesperado, los pecados que se le escaparon a Moisés, la soberbia o la petulancia. Hoy estamos endiosados. Cada yo es un monumento convencido de su propia maravilla, de su importancia.
—¿Pensamos solo en nosotros y nuestro placer?
—Sí. La escalada de hedonismo me espeluzna. Es otro pecado capital. No tenemos límite. Comer en restaurantes de lujo, vestir ropas carísimas, disfrutar de spas...Son placeres adictivos. El hedonismo egoísta es como una droga. Exige dosis más altas cada vez. Y cerramos los ojos ante la tragedia de la inmigración o los abusos.
—La egolatría es otro pecado de hoy?
—Sin duda. En otro cuento hay un sirio que se sitúa más allá del bien y del mal. Un estilita, un hombre santo encaramado a una columna, cuyo pecado es la soberbia. Creerse tan santo, más allá del bien y del mal. Como cuando nos encaramamos al ego y construimos el auto-mito.
—La Iglesia administra el pecado, pero es ambigua con los abusos de pederastas en su seno.
—Ha manejado el pecado en beneficio propio, como la banca las tarjetas black . Usar la ambigüedad en su propio beneficio zanjó cualquier posibilidad de trazar un verdadero marco moral. Pero el papa Francisco intenta volver a diferenciar el bien y el mal, y eso me interesa. Habla muy clarito y no sé cómo se lo permiten.
—El bien no tiene cara pero el mal tiene miles.
—Se renuevan a cada segundo. Vivimos épocas de Satanás. Ahora el mal se ha encarnado en Donald Trump. Lo personifica. Es un horror. La ignorancia, la payasada, el despropósito, la soberbia, el racismo, la misoginia, el mal gusto, el pésimo sentido del humor. Reúne lo peor. Todos los pecados. No puedo creer el fanatismo que suscita. Y lo aterrador no es que él cree a sus seguidores, sino que ellos, una masa frenética, lo crean a él. Como Calígula, encarna de manera casi payasa el fin de un imperio.
—Qué pecado debemos cometer y cuál debemos evitar?
—No voy a reformular los diez mandamientos. Eran bastante sensatos, pero los hay anacrónicos. Fornicar no es pecado. No matar y no robar está muy bien, como honrar tu padre a tu madre o santificar las fiestas, que se hace con mucha gracia en España. Si el Vaticano me invitara a actualizar los Mandamientos le diría al Papa: «Mira Francisco, en lo de amar a Dios sobre todas las cosas y al prójimo como a ti mismo, quitemos lo de Dios».
—¿Por qué ‘El jardín de las delicias’?
—Siempre me hipnotizó. ¿Qué hicieron tan mal? ¿Qué les acarreó tales castigos? ¿Qué fruta comieron para provocar semejante revuelo?, me preguntaba ante sus personajes. Me inquieta y fascina cómo mezcla el bien y el mal y sus juegos eróticos, infantiles al lado de Las sombras de Grey . No parece como el gran pecado. Equilibra el placer y el castigo. El que viola es violado. El fornicador, fornicado. Al que toca música le introducen el del instrumento por salva sea la parte... Hay una asociación entre placer y pecado y castigo. El bien y el mal se mezclan, se muerden la cola en el cuadro.
—¿Se arrepiente de sus pecados?
—No. En términos generales, he tenido una vida bien pecadora. Nunca me he confesado. Diría que hay que convivir con tus pecados, como el pez con el agua. A estas alturas no hay redención que valga.
—Sus cuentos son ficción con base real. ¿No renuncia al periodismo?
—Nunca. El cuento que habla de una entrevista a una presa está basado en una historia real, como casi todos. Un reportaje sobre una descuartizadora que retomé y actualicé. El escritor tiene la obligación de saber y el periodista tiene el derecho de preguntar. Que es siempre más divertido. Más productivo.