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«El deporte ha sido pasto de la propaganda»

l Carlos Fidalgo retrata el lado violento y heterodoxo de los Juegos en ‘Septiembre negro’, ya en las librerías. «Fue emocionante descubrir que estas historias reales se podían contar como si fueran relatos de ficción» «Un triunfo deportivo suele esconder otros problemas. Las olimpiadas nunca han sido lo que nos vendieron» «El temor con el que ahora vivimos nació un día de septiembre de 1972», dice el narrador y periodista sobre la triste olimpiada de ese año en múnich, una de las historias incluidas en esta obra ganadora del tiflos

L. DE LA MATA

Publicado por
e. gancedo
León

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S teve Prefontaine sólo corría por agallas». «Harold Abrahams corría porque era judío. Eric Liddell, porque llevaba a Dios en su interior». Los relatos de Septiembre negro comienzan como si un disparo los lanzara a través de la pista. Como si estiraran sus patas, tildes y virgulillas en un supremo esfuerzo en pos de la rapidez, la intensidad y la potencia. Breves, enérgicas, elocuentes, este singular podio de narraciones que aúnan literatura, superación, historia y política ya está en la calle con su mensaje de que, en el deporte, no es oro (ni plata, ni bronce) todo lo que reluce. El periodista y escritor Carlos Fidalgo ganó con ellas el XXV Premio Tiflos y ahora el sello Edhasa las ha echado a correr por las pistas del mundo.

«Todo comenzó con Steve Prefontaine, el mediofondista norteamericano de los años setenta que competía por agallas, más que por la victoria, y que rechazaba el dinero que le ofrecían por correr para no caer en el profesionalismo cuando eso todavía te excluía de los Juegos Olímpicos —explica sobre la génesis de Septiembre negro —. De Prefontaine, muy querido en Estados Unidos (incluso le dedicaron un par de películas), un talento natural y todo un personaje, me fascinó la idea de que uno no puede huir eternamente de sí mismo y que la muerte, y esa es una idea muy literaria, nos alcanza a todos».

Prefontaine abrió el camino y después llegaron otros personajes, siempre reales, que en mayor o menor medida habían chocaron contra sucesivos obstáculos y que en ocasiones hasta lograron superarlos; desde el racismo al antisemitismo pasando por la pobreza, la enfermedad, la opresión política... «Descubrí que había una línea de sombra en las Olimpiadas y en el deporte en general que los unía a todos —detalla el autor—. Y el clímax, claro, tenía que llegar con el atentado del grupo terrorista Septiembre Negro en Múnich, cuando el mundo perdió la inocencia en torno a los valores de fraternidad del Olimpismo».

Gestos y leyendas

El orden de los cuentos no es casual y en ellos los temas se van alternando: el Black Power y la lucha por los derechos civiles en México 68 enlaza con la hazaña de Jesse Owens en los Juegos de Berlín. El gesto del ario Lutz Long, que se la jugó ayudando a Owens en esos mismos Juegos, entronca con el beau geste del boxeador gitano Johann Trollmann, que se burló de los nazis. El puño en alto de los velocistas negros en el podio de México contrasta con el brazo estirado de los atletas arios en los de Berlín, o el brazo encogido de la nadadora de la Alemania comunista que no quería ser utilizada como propaganda. El fusil que le ofrecen a uno de los participantes en la Olimpiada Obrera de Barcelona, convocada como contrapunto de los Juegos de Berlín, contrasta con las escobas de los vecinos de la capital checa que barren la acera antes de que lo haga el barrendero Emil Zátopeck, defenestrado por su apoyo a la Primavera de Praga.

«Pero también hay humor e ironía en estos cuentos —añade el autor de El agujero de Helmand y La sombra blanca —. Un poco de épica. Un poco de poesía. Y esperanza».

Fue una investigación lenta. «Casi periodística. Disfruté. Y fue emocionante descubrir que todas esas historias reales se podían contar como si fueran narraciones de ficción». Hay muchas fascinantes, pero singularmente le impactó enterarse de que la hija de André Sptizer, entrenador del equipo olímpico israelí asesinado en Múnich, se había pasado el día anterior llorando. «Incluso tuvieron que ingresarla en un hospital en Eindhoven. Su padre abandonó durante unas horas la Villa Olímpica para viajar a a Holanda, donde la niña estaba a cargo de sus abuelos. Y regresó justo antes de que los terroristas palestinos entraran en el apartamento donde dormía».

Pero el personaje que más le gusta es uno de los pocos que es pura invención. No es ningún atleta. «Es un viejo mestizo luiseño; el limpiador de alfombras Aaron Silverman, que un día entra en la mansión de Florence Griffith-Joyner y descubre a la ex corredora, que todavía conserva los récords del mundo de velocidad femenina después de tres décadas y sobre la que siempre se extendió la sospecha del dopaje, tiene la mirada perdida en la nieve que cubre las montañas de Santa Ana. Creo que Silverman, que tiene sangre india, es un verdadero hallazgo a la hora de describir cómo ha llegado a ser América».

La pregunta de conclusión es obligada: ¿Cómo demonios es posible que deporte y violencia caminen juntos? Responde Fidalgo: «El deporte siempre ha estado unido a la política. Y la política, demasiadas veces encadenada a la violencia. El deporte ha sido víctima de la violencia y pasto de la propaganda. Un partido de baloncesto entre la URSS y los Estados Unidos era un episodio más de la Guerra Fría. Hitler se sintió orgulloso cuando Alemania encabezó el medallero en Berlín. La RDA y las dictaduras del Este diseñaron una estrategia de dopaje para superar a los atletas del universo capitalista, donde había otro tipo de dopaje clandestino. Y un triunfo deportivo siempre esconde otros problemas. Que no nos engañen. Los Juegos Olímpicos nunca fueron lo que nos dijeron».

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