Diario de León
Fidalgo, narrador y periodista de la sección Bierzo de este periódico, durante un acto literario en Ponferrada

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A Mariano Haro le llamaban el Antílope de Becerril porque nació en Tierra de Campos y corría como los africanos.

En Tierra de Campos, los inviernos son húmedos y fríos y los veranos secos y cálidos. Un clima tan especial y el altiplano de la meseta forjaron la resistencia del atleta palentino, que ganó veintisiete campeonatos de España en distintas modalidades y quedó cuarto en la final de los diez mil metros en los Juegos Olímpicos de Múnich.

Cada vez que tenía que ir a Palencia, Mariano Haro no cogía un autobús, ni un coche, ni una carreta. Usaba sus piernas para recorrer los diecisiete kilómetros de ida y los diecisiete kilómetros de vuelta. Y siempre confiaba en sus fuerzas.

En aquellos veranos de pobreza, a finales de los años cincuenta, Mariano acudía a las fiestas de los pueblos de la meseta para correr contra cualquiera que apostara unas monedas a que podía ganarle. No se sabe de nadie que lo consiguiera.

Corrió campo a través por media Europa y fue subcampeón del mundo de cross en tres ocasiones. Compitió en Túnez, en Turquía y en Marruecos, donde respiró los vientos que venían del desierto, y volvió a ser olímpico en Montreal, donde quedó sexto, otra vez en la final de los diez mil metros.

En 1977, Mariano Haro lo había corrido todo. Todo lo que podía correr un atleta español en un país sin estadios. «Sólo te queda desafiar a los korrokolaris en una plaza de toros», le dijeron. Y Mariano no se lo pensó y aceptó el reto.

Era el día de Reyes y hacía frío en Tolosa. Tres korrokolaris vascos se enfrentaban al Antílope de Becerril en una carrera de cien vueltas a la plaza de toros, con las gradas llenas, y la ciudad era una fiesta. «No será capaz de ganar», decía más de uno. «Una cosa es correr campo a través, o dar vueltas a la pista de un estadio, y otra muy diferente hacerlo en un coso». Pero Mariano, que ya estaba en la parte final de su carrera, no hizo caso de los comentarios, se pegó al burladero y en cuanto sonó el pistoletazo de salida comenzó a correr en círculos.

Cien círculos completos. Cien vueltas al coso. Y ninguno de los tres korrokolaris pudo seguirle.

***

Pasaron treinta y cuatro años. Mariano Haro dejó el atletismo, hizo carrera como alcalde de Becerrill de Campos y después de algunos mandatos, también se cansó de la política. Era un anciano cuando alguien se acordó de las viejas competiciones de korrokolaris que se disputaban en las plazas de toros.

«Mariano, dos corredores quieren batir tu último récord y queremos invitarte a que veas el intento», le dijeron los organizadores.

Y Mariano, de pie en el salón de su casa, recordó la monotonía de la carrera en el coso contra los tres vascos. Se acordó de la tortura de la arena rastrillada y la madera pintada de rojo. Del sudor. El frío de enero. Los abrigos, las bufandas en las gradas. El público que les jaleaba. El calor que recibió cuando completó las cien vueltas por debajo de la media hora. Se acordó del viento helado de Tolosa. Y lo echó de menos.

«Ya no quedan korrokolaris como los de antes», murmuró.

«Por eso vienen de África», le dijo el representante de la organización.

Y el septuagenario Mariano apartó la vista de los tejados de Becerril de Campos, se volvió, sorprendido, y sintió que su círculo se estaba cerrando.

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