Novela misteriosa y deslumbrante

A parte de que Andrés Barba haya podido inspirarse, como ha confesado, en la obra de J. Conrad o en el libro polaco Los niños de Leningradsky , la novela puede ser considerada como un resultado creativo excepcional. Solo bien leída se puede acaso justificar su título, sin relación en principio en un sentido casi metonímico. Aunque muy breve, las páginas avanzan con una pericia estilística sorprendente en su limpieza expresiva: nunca lo que se narra tiene el sentido esperado, subyace a ello una especie de misterio. Una sorpresa de contenido, de enfoque, de expresión, de sencillez… se adueña del lector. El argumento, en principio, carece de trama: estamos ante las experiencias vividas, hace 22 años, por una panda de niños violentos que subsisten aparte, lejanos, hablando un lenguaje personal.

Todo ocurre en la ciudad de San Cristóbal, a donde llega, en 1993, joven, un funcionario de Asuntos Sociales al que acababan de ascender profesionalmente, con gran porvernir; está recién casado con una profesora de violín. No debe pasar desapercibido el vulgar atropellamiento de la perrilla, de curiosa influencia en su vida, a la que llaman Moira.

Al llegar, el narrador conoce un delicado suceso: los niños han asaltado el supermercado Dakota, pero… ¿de dónde han salido los niños? ¿Cuál es su personalidad? Viven además en un espacio diferente, en la selva, a orillas de un gran río. Todo es un misterio. Eso sí, hay una clave inesperada: «Y sin embargo para cada jeroglífico hay una piedra Rosetta, la nuestra con nombres y apellidos». Y añade el novelista: «Teresa Otaño era ya a sus doce años proclive a cierto clasicismo, muy larvario en aquella época». Todo desembocará en el enfrentamiento entre esa infancia difícil y la imagen que los mayores tienen de ella. Después de ciertos acontecimientos que Andrés Barba narra de forma sublime, magistral, se decide lo esperable: hay que buscar a esos niños traviesos, rebeldes… pero hay que hacerlo como representante de la autoridad.