Diario de León
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nacho abad
León

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E staba en casa solo, escribiendo esta misma columna. Ya se había hecho de noche. Las noches de enero parecen un carguero vacío, un inmenso barco con las bodegas llenas de frío y oscuridad. Cerré las ventanas y bajé las persianas para no ver cómo la noche se hacía con la calle, cómo la noche de enero lo iba vaciando todo. Sonó el teléfono. Pensé en no contestar, porque al teléfono fijo sólo llaman comerciales de otras compañías telefónicas. Pero contesté. Quizás porque era de noche y estaba solo. O quizás porque es enero. «Dígame», dije y al otro lado oí un ruido de distancias, el ruido de las conferencias que vienen de lugares remotos. «Hola, Nacho. Soy Mishima, ¿te acuerdas de mí?» Mishima, sí, era su voz, la voz clara y dulce de alguien que lleva muchos años muerto. «Mishima, claro que me acuerdo de ti, ¿cómo voy a olvidarte?» A través del auricular se oían también algunos pitidos. Tal vez estuviera usando una cabina telefónica. Lo imaginé dentro de una cabina de las que ya no quedan en las ciudades, en medio de otra noche distinta, una noche de las antípodas, no geográficas, sino de la vida. «Me alegro de que no me olvides, Nacho. Hoy hace cinco años desde que hablamos por última vez.» ¿Era verdad aquello? Cinco años ya. Cómo pasa el tiempo. «Cuando estás muerto -me dijo-, todos te olvidan. Ya nadie lee tus libros, nadie te nombra ni evoca tus palabras.» Le dije que yo todavía le leía, pero luego pensé que quizás no era cierto, porque no sé cuántos años llevo sin leerle. Luego me preguntó qué estaba haciendo y le dije que escribir esta columna para un pequeño periódico local. «Ah, qué bien suena eso -me dijo-. Los periódicos pequeños son acogedores. Trata bien a tus lectores. A ti aún te leen, aunque sea poco, porque estás vivo. Luego, cuando mueras, ya no te leerá nadie. Así que trata bien a tus lectores. Te leen con su vida, con su tiempo. Usa buenas palabras, como «cabriola» o «arañazo». A mí me hubiera gustado escribir en español para usar palabras así.» Cabriola y arañazo, apunté en un papel, y le prometí usarlas. Luego se despidió con cierta melancolía y me pidió que no me olvidara de él. «Léeme como si aún estuviera vivo», me dijo. «Como si aún lo estuviéramos los dos», le contesté. Luego colgó, y yo, en vez de leerle, seguí escribiendo esta columna.

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