Padre Arintero: el eslabón leonés perdido
l Fue pionero en conciliar los postulados científicos con la fe . Científico y místico adelantado a su tiempo, el leonés Juan Tomás González Arintero fue un pionero, El eslabón perdido entre el creacionismo y la evolución.
Si algo ha distinguido al actual dalái lama, nacido Lhamo Dondhup y convertido después en Tenzin Gyatso, ha sido su afán por conectar dos perspectivas, la religiosa y la científica, en ocasiones y en algunos aspectos, aparentemente irreconciliables. Sus encuentros con científicos han sido constantes, siendo uno de los más célebres el que mantuvo con el astrofísico Carl Sagan, presentador de la mítica serie Cosmos, renovada y comandada ahora por el también astrofísico y divulgador Neil deGrasse Tyson. Antes que ellos, Albert Einstein y el poeta bengalí e hinduista Rabindranath Tagore también supieron ver los puentes que podían cruzar para acercar sus visiones del universo. Ellos han sido las caras visibles de una voluntad que trata de reconstruir el camino común que separó la quema en la hoguera de Giordano Bruno y el juicio a Galileo Galilei, pero antes incluso que Einstein o Tagore, y desde un modesto nacimiento en el pueblo leonés de Lugueros, el séptimo hijo conocido como Juan Tomás González Arintero quiso unificar dos corrientes de pensamiento antagónicas, ahora y en su época: nada más y nada menos que el creacionismo bíblico y la evolución de las especies postulada por Charles Darwin.
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Arriba, el Padre Arintero a los 31 años. Abajo, Arintero en 1927 (en la última fotografía que se conoce), acompañado por su discípulo Victorino Osende.
¿Cómo podría hacerse algo así? Hasta dar con su particular solución, Arintero hubo de ingresar en el monasterio asturiano de Corias, hacerse novicio, profesar sus votos, estudiar Teología, mudarse a Salamanca para licenciarse en Ciencias Naturales en la universidad más veterana del país y ser ordenado sacerdote. Todo ello, en un clima en el que los descubrimientos de Darwin -sintetizados en un libro que nacería un año antes que Arintero, El origen de las especies-, hacían tambalearse como nunca fundamentos que la Iglesia se había esforzado en proteger contra viento y marea durante toda su historia. Si bien desde la encíclica Humani Generis de Pio XII las élites del catolicismo comenzaron a hacer concesiones a la evolución hasta llegar a la postura del Papa Francisco, que considera que el Big Bang o la evolución son mecanismos activados por la intervención divina, en tiempos de Arintero esta posibilidad, sencillamente, no existía. Él fue uno de los pioneros en esta línea de pensamiento. Él, que luego iría sustituyendo el mundo de las pruebas, los procedimientos reglados y los experimentos por el del misticismo, llegando a ser considerado apóstol español del culto al Amor Misericordioso -la concepción de la divinidad como un amor profundo e incondicional y no como una figura amenazante-, bajo el influjo de la búsqueda científica de respuestas, decidió dar un paso arriesgadísimo y proponer que quizás, todo aquello de los antepasados comunes, podía contener algo de verdad. Lo llamativo del asunto es que fue la necesidad de encontrar argumentos rigurosos con los que apoyar su inicial antievolucionismo lo que le llevó a acabar jugándose su reputación dando crédito a Darwin.
La teoría arinteriana de la evolución de las especies quedaría definida para la posteridad en su obra en ocho volúmenes La evolución y la filosofía cristiana, en la cual el dominico comparte sus ideas sobre dos tipos de especies, una especie inmutable cuya creación correspondía solo a Dios, y otra especie, la especie orgánica, que se derivaba de la primera y que gracias a los accidentes que explicaba la evolución científica, iba creando variedades como los géneros o las razas. Para Arintero, había un orden divino que siempre prevalecía, y luego un juego de cambios menores donde se podía encajar todo aquello de lo que se hablaba en los círculos intelectuales herederos de la Ilustración y que tantos enfrentamientos con las visiones tradicionales estaba causando. De esta manera creía haber encontrado una salida a un conflicto que en España se vivió de un modo especialmente tenso. Sin embargo, Arintero, que en Roma llegó a ser considerado un «profesor peligroso» influido por el «modernismo» no consiguió su propósito, y sus conclusiones se diluyeron con el paso de los años, que él, por otra parte, dedicó a otra evolución: la evolución mística.
«No hay que resistir a la irresistible corriente», aseguraba Arintero, que se maravillaba con los increíbles avances que el fin de siglo iba alumbrando: la capacidad de la electricidad para hacer posible una comunicación velocísima que convertía a la humanidad en «una sola familia», el teléfono que transportaba la voz, la fotografía, los rayos X, los submarinos. Al morir Arintero se le dedicó una calle pequeña y céntrica en León, llamada previamente del Teatro, que volvió a ser del Teatro y no de Arintero más tarde. Pero la memoria se resiste a desaparecer, y la calle que fue Pi Margall, la Bañeza y padre Getino se transformó en padre Arintero, a modo de modesto recordatorio sobre un hombre cuyas teorías puede que hayan sido superadas por otras -como siempre ocurre en cualquier campo del conocimiento-, pero a quien conviene tener presente de nuevo en esta época de auge de los fanatismos, tan poco dados a entender pero tan dados a ignorar.