Diario de León
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nacho abad
León

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A mi lado hay tres chicas asiáticas que hablan animadamente en chino. Una de ellas utiliza la cámara frontal de su teléfono móvil para maquillarse. Otra explica algo que parece divertido mientras mastica la mitad de una lengua de pato y sujeta la otra mitad con los palillos a la altura de su boca. La tercera me mira, interrumpe la conversación y me dice, en castellano nativo, que tengo que probar los tallarines estilo shi-chuan, picantes y elaborados a mano. Son la especialidad de la casa. Lo dice así, con estas cinco palabras que juntas resultan ajenas una chica de su edad. Por un momento dudo si he imaginado que la entiendo o si realmente la entiendo, quiero decir, por un momento pienso que continúa hablando en chino, y que yo, de forma milagrosa, soy capaz de entender su idioma. No me ayuda a aclararme que hable español sin acento o mejor, con acento madrileño. Y es en este instante de confusión donde está nuestra historia. Es este tropiezo con mis propias limitaciones lo que vengo a traerte, Aliocha, hermano mío: aquí he encontrado las huellas de tus pasos ocultos bajo la hojarasca de una biblioteca. Se ha roto la rueda dentada que movía el tiempo. Como quien olvida su lengua materna, vengo a decirte que al fin te he alcanzado. La muerte ha sido más lenta esta vez, igual que con las estrellas que siguen brillando después de apagarse. La muerte va tras sus caballos blancos como ahora tras nuestros caballos negros. Tengo fuego en las yemas de los dedos de pasar las páginas de tus libros. Nadie sabe nuestros nombres. Nieva en este restaurante y es como si el cielo se hubiera hecho añicos sobre nuestra cabezas, como si cayera la luz de las estrellas muertas. Voy a cocinar mi propio corazón y a ofrecértelo. Hay un grito de indios nativos galopando en el fondo de los tímpanos. Suena como un disparo de voz. Nadie sabe nuestros nombres, Aliocha Coll, amigo mío. Voy a comprar un abrigo gastado para acabar con el invierno. Ven a sentarte conmigo a la mesa. Todas las chicas de Rue de Clichy nos acompañan. Ellas son ciervos como nosotros. Ahora ya no me miran a mí: sólo tienen ojos para ti. Eres un hombre realmente guapo. He guisado para ti mi propio corazón y aún así late en el plato. Esta vez la muerte ha sido más lenta.

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