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Pasiones truncadas
EL DOMINGO 9 CUMPLIRÍA 110 AÑOS CESARE PAVESE (1908-1950), UNO DE LOS GRANDES DE LA LITERATURA EUROPEA DE POSGUERRA. POETA, ENSAYISTA Y NARRADOR, FUE EL NEORREALISTA MODÉLICO, QUE ACABÓ ROMPIENDO EL ESPEJO EN UN SUICIDIO TEMPRANO. A SUS 42 AÑOS. divergente
L o hizo con pastillas en el albergo Roma, un hotel de Turín que era su ciudad. Como si fuera un forastero, porque nunca tuvo casa, ni mujer, ni hijos. Vivía replegado entre su cuarto en casa de una hermana y la oficina, siempre remiso a la apertura de nuevos horizontes, que concebía como traición a su vínculo piamontés. Por eso, la relación sentimental con la actriz americana Constance Dowling trastornó sus últimos meses de vida, marcados por la euforia del éxito. Primero y durante meses escribió guiones de cine, viviendo un ambiente que no era el suyo, «vestido de modo ridículo y expuesto a cosas en las que era inexperto». Y sin embargo, sólo once días antes del suicidio, anota en su diario: «Por qué morir? Nunca he estado tan vivo como ahora, tan adolescente». Aquella pasión de cine le hizo revivir la aventura juvenil de su conquista de la literatura americana, cuando escribió la tesis sobre el poeta Walt Witman y tradujo desde Dickens, Defoe o Melville a Dos Pasos, Gertrude Stein, Steinbeck o Faulkner, mientras daba clases de inglés.
Por eso, las separaciones lo perturban y anota el 26 de su último marzo en el diario El oficio de vivir (1952): «Ahora por la calle, solo, hablo muy bien inglés». Pero su joven colega Italo Calvino pincha la burbuja en que se encuentra al recibir el gran galardón de la literatura italiana, el premio Strega, por su novela El bello verano (1949), escrita diez años antes, que leímos en la España de los setenta integrada en la segunda promoción de la Biblioteca Salvat y traducida por Carmen García Lecha. Para despedir aquella década bélica, Pavese publicó un tríptico feroz, de raigambre rústica y rugido misantrópico, que agrupa otros dos libros estrechamente vinculados con El bello verano : El diablo en las colinas (1948) y Entre mujeres solas (1949).
Los tres tienen el lazo común de la soledad de sus personajes, vapuleados en el torbellino de fiestas y despilfarro, que diseca sin indulgencia con una escritura precisa e implacable. La entrega del premio Strega tuvo lugar en Roma, en un estreno apoteósico de su último verano, al que acude del brazo de la actriz americana Doris Dowling, hermana de Constance, su última pasión.
«Este viaje tiene pinta de estar a punto de ser mi máximo triunfo. Premio mundano». Para rematar el 14 de julio: «Vuelto de Roma, hace ya tiempo. En Roma, apoteosis. ¿Y qué? Ya está. Todo se derrumba. La última dulzura la recibí de Doris, no de ella. El estoicismo es el suicidio. Por lo demás, en los frentes la gente ha recomenzado a morir. Si alguna vez existe un mundo pacífico, feliz, ¿qué pensará de estas cosas? Acaso lo que nosotros pensamos de los caníbales, de los sacrificios aztecas, de los procesos por brujería».
El joven Calvino supo interpretar aquel viaje triunfal como síntoma de su pésimo estado de ánimo, al observar cómo Pavese se dejaba festejar e incluso fotografiar para las revistas, trastornando todos sus hábitos. En su despedida del diario (17 de agosto), después de constatar su triunfo («en mi oficio soy el rey»), reflexiona que «los suicidas son homicidas tímidos. Masoquismo en vez de sadismo», para concluir: «al primer asalto de la ‘inquieta angustia’, he vuelto a caer en las arenas movedizas. Desde marzo me debato en ellas... Ahora sé cual es mi más alto triunfo y a ese triunfo le falta la sangre, le falta la vida… Este es el balance del año no terminado, que no terminaré».
Pavese era entonces director editorial de Einaudi y allí pilotaba la Biblioteca dello Struzzo, donde difundía estudios religiosos, etnológicos y psicológicos, como contrapunto sutil del materialismo dialéctico neorrealista, convirtiéndose en eje literario de su tiempo. Giulio Einaudi había caído en la misma redada antifascista que atrapó a Pavese, el 15 de mayo de 1935. En realidad, Pavese cayó en la redada por imprudencia, a causa de sus amistades y del amor: hacía de mensajero para una estudiante de matemáticas comunista de la que se había enamorado: «la mujer de la voz ronca». Desterrado veinte meses en Calabria, al volver a Turín encontró a su cómplice ya casada: «Ir al confinamiento no es nada. Volver es atroz», anota en el diario. Precisamente, a raíz de su muerte, aparecen en su mesa de la editorial donde trabaja seis libros corregidos y revisados, que verán la luz como póstumos. Desde los poemas de Vendrá la muerte y tendrá tus ojos (1951), al ensayo sobre Literatura americana (1951), Noche de fiesta (1953), sus Cartas (1966) y sobre todo el diario El oficio de vivir (1952), que recoge impresiones personales y anotaciones literarias en un documento testimonial acerca de la condición humana y de la misión del intelectual. Natalia Ginzburg lo retrata en Las pequeñas virtudes (1962) emparedado con Turín: laborioso, soñador, testarudo y triste a menudo. Siempre generoso y desinteresado, dispuesto para arropar a los amigos.
Su última novela, La luna y las hogueras (1950) culmina un proceso de maduración sostenido durante la segunda mitad de los cuarenta, etapa en que consigue dar consistencia teórica a su obra con una catarata de títulos que destilan su experiencia literaria y humana: La tierra y la muerte (1945), sus helenizantes y cavilosos Diálogos con Leucò (1945) y El camarada (1946). En suma, un ajuste de cuentas consigo mismo que prolonga la pesquisa hacia su originaria estrategia evasiva, recreando la oscilación hamletiana entre las nostalgias añorantes y el compromiso ineludible con los suyos.