Diario de León
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nacho abad
León

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M e mudé a esta casa hace ya cinco años e instalé mi escritorio en la habitación del fondo, un cuarto sin demasiada luz, ya que su ventana da a un patio interior. Pensé que sería el lugar más silencioso del piso. Y en principio así era, pero al tiempo, en ese silencio empecé a escuchar los ruidos de mis vecinos, sus conversaciones, sus broncas. Presté atención a algunas de sus historias, pero en realidad sus vidas se parecían tanto a la mía que en seguida perdí el interés. Hubo sin embargo alguien que me fue ganando poco a poco. Un adolescente, un chico de no más de catorce años que vivía con su abuela. Su dormitorio estaba al otro lado del tabique donde se apoyaba mi mesa. Deduje que vivía en el edificio adyacente, porque en mi portal no había adolescentes. La abuela, una señora con algún problema de movilidad, entraba a veces en el cuarto y pedía al chico que le bajara de un altillo una manta eléctrica, una maleta, la cesta de la costura. Y el chico lo hacía no sin protestar, ya que aquellos recados interrumpían sus estudios. Iba pasando el tiempo y yo le oía crecer a él y envejecer a su abuela. Recuerdo la tarde en la que al fin la señora le compró un teléfono móvil. La ilusión con la que él lo recibió a mí me provocó una tristeza patética idéntica a mi propia adolescencia. Oí las llamadas a sus amigos, sus conversaciones vacías, las horas de videojuegos, la noche en que llegó por primera vez borracho. Y también conocí la voz de su primer amor, una chica con la que pasaba tardes enteras en aquel cuarto.

Un día, no hace mucho, tras una bronca con la abuela, escuche a la pareja planear una fuga. La señora guardaba una buena cantidad de dinero en algún rincón de la casa. «Tendríamos que matar a esa puta vieja», dijo la chica. «Mañana, cuando baje a la compra, un empujón en las escaleras y adiós, abuela», dijo el chico. Ambos rieron. Al día siguiente, cuando volví de pasear, vi una ambulancia en el portal de al lado. Dos hombres bajaban el cadáver de una anciana. No puede ser, pensé. Lo han hecho. Me dirigí al policía local que custodiaba la puerta y le dije que tenían que detener al nieto, que había oído cómo planeaba ese crimen. «Qué nieto», me dijo el policía. «No hay ningún nieto. La pobre mujer vivía sola».

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