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Relatos para un constitución cuarentona

Filandón publica el cuento leonés del libro firmado por 40 juristas ante el cumpleaños de la Carta Magna

fundación 27 de marzo

Publicado por
Fernando reviriego
León

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El 6 de diciembre de 1978 se sometió a referéndum el proyecto de Constitución aprobado por las Cortes Generales surgidas de la votación del 15 de junio de 1977, las primeras elecciones libres tras más de cuatro décadas. Dos fechas para el recuerdo ahora y para la esperanza entonces. Miles de historias confluyeron en aquellas largas colas. Entre ellas la del leonés Alicio, que Fernando Reviriego Picón recrea en el libro de próxima publicación La Constitución ante la crisis de los 40. Cuentos (Re) constituyentes, editado por el Centro de Estudios Políticos y Constitucionales y que Reviriego, profesor de Derecho Constitucional en la UNED y muy vinculado a León, coordina junto a otros dos expertos. 40 autores, entre profesores de Derecho y de Filosofía, letrados, jueces y ex magistrados del Tribunal Constitucional, eligieron un artículo de la Carta Magna y firmaron una narración con él relacionada. Para la suya, Parece mentira que se haya muerto este hombre, Reviriego escogió el primero de todos, el que comienza así: «España se constituye en un Estado social y democrático de Derecho...».

Pepe sentía un poco de frío aunque iba abrigado con una buena pelliza. Al estar de pie y prácticamente parado, el aire se hacía notar. Se tocó la cinta negra de luto que llevaba en el brazo derecho. Habían pasado ya varios meses desde que falleció su padre pero él no tenía intención de quitársela. Mucho menos aquel día.

En apenas diez días hubiera sido el cumpleaños de su padre, Alicio. Había venido al mundo un invierno frío en Torresandino de Esgueva, provincia de Burgos. Y criado en Sala de los Infantes, donde su abuelo fue maestro. A León había llegado tras un breve periplo después de aprobar la oposición de auxiliar de Hacienda. Vino con su madre, Encarna, que había nacido en una corrala de Madrid y que fue pagadora en la Philips, por un concurso del periódico, al poco de constituirse en España. Se habían conocido en Madrid y su idea era volver allí. León era, entre comillas, provisional. Aunque al final no fue así.

Vivieron siempre en León. Primero en una casita abuhardillada en la calle Julio del Campo, el ‘cantero ilustrado’. Luego les dieron un alquiler en el entresuelo de la calle Fernando de Castro, quien fuera pedagogo y filósofo krausista, y que llegó a ser senador por León en dos legislaturas durante el reinado de Amadeo de Saboya.

Una casa bonita en la que nacieron él y sus dos hermanos: Alicio, como su padre, y Pío. Siempre en aquella casa, aunque lo cierto es que durante un tiempo tuvieron que irse mientras construían dos pisos por encima. Tras la obra pasaron al piso de arriba y el de abajo quedó como comercial.

Allí, en aquella casa, les pilló la guerra y la posguerra. El hambre y la cárcel. También, tiempo después, el negocio del carbón y el cambio de racha que ello supuso.

Pepe todavía recordaba la euforia en la radio al acabar la guerra. Una radio de segunda mano, precisamente marca Philips. Y los coloridos desfiles de la unidad de moros, con su paso de la oca, con el que tanto disfrutaban su mellizo y él.

La euforia de los vencedores.

Y la euforia propia, derivada del desconocimiento, con la que, con apenas cuatro años, repetían los cánticos que oían por la calle a los otros niños, sin que sus padres, con buen criterio, les dijeran lo que verdaderamente pensaban y estaban padeciendo.

Todavía pasaría un tiempo hasta poder ir dándose cuenta de las cosas.

Por todo ello renunciaría Pepe años después a hacer la mili como universitario (sin duda un privilegio en esa época), siendo destinado, como antes lo estuvo su padre, a Ceuta.

Esa Ceuta, que como decía el poeta Luis López Anglada, también militar, cantaba latines, y que con la sal del estrecho marinera... empina su blancura campanera… al espejo del mar acicalada.

Allí en África su padre había estado en transmisiones. Fue de las pocas cosas que le contó de aquella primera Guerra.

Ni de esa Guerra, y menos de la de después, se hablaba en casa.

II

Tuvo que enterarse, ya muerto su padre, de más detalles de todo aquello, mientras ordenaba semanas atrás su despacho, y donde descubrió, en un altillo, una caja de madera con su expediente militar, documentos de sus procesos y algunas fotos.

Aunque lo cierto es que allí no encontró mucho de cuando estuvo preso al acabar la Guerra, «nuestra Guerra» como decía él con tristeza, en San Marcos. Donde también estuvo Quevedo, detenido por orden del Conde Duque de Olivares, pero sin la fortuna de ser escritor, algo que siempre rondó su cabeza.

Por el ajado expediente militar pudo ver que fue incluido en el alistamiento de 1923, perteneciente a la caja de recluta de Burgos, habiendo obtenido en el sorteo el número 6, y que acreditó saber leer y escribir en su filiación ante dos soldados, unos tales Celso y Euripio que hicieron de testigos. También que la duración del mismo (entre servicio activo y reserva) era por aquel entonces de hasta dieciocho años.

También se enteró, con gran sorpresa, que recibió la medalla de Marruecos con pasador Tetuán y fue promovido a cabo tras participar en el desembarco de Alhucemas. Y que años después se le hubo de duplicar la cartilla militar, imponiéndosele una multa por haberla extraviado. Allí en África —eso sí lo había sabido por su padre, que se lo contó un día paseando por Botines—, conoció a Franco. Y le habló de la frialdad que tenía y de su forma de mirar. No a los soldados, que a los soldados no los miraba, solo a los oficiales.

Por las resoluciones judiciales del Tribunal Especial para la Represión de la Masonería y el Comunismo, y las diligencias del Comisario Jefe de la Brigada Social, pudo saber que estuvo afiliado al Partido Republicano organizado antes de la proclamación de la República. Y luego, ya en República, que también lo estuvo en Izquierda Republicana y más tarde en el Partido Radical Socialista. En los dos primeros llegó incluso a ocupar cargo de secretario aunque en el segundo lo abandonó espontáneamente por discrepancias con ciertas actuaciones de tendencia marxista de la Juventud del Partido.

Como ponía de forma fría en el expediente: «…por estos hechos estuvo detenido al iniciarse el Movimiento».

Allí constaba igualmente, a modo de ofensa, irreparable y casi pecado capital, que era «republicano, de ideas francamente izquierdistas y entusiasta de Azaña y su funesta política».

Hasta sus señas estaban allí reflejadas: «Pelo negro, cejas negras, ojos negros, nariz larga, barba poblada, boca regular, color moreno, frente espaciosa, aire bueno y producción buena».

En otro legajo, aunque Pepe creía que eso no era cierto, se decía que era muy amigo de Azaña e íntimo de un tal Viriato. El apellido completo de este último no se podía leer correctamente y Pepe, al leerlo, había sonreído imaginando a su padre en plena lucha con los romanos codo a codo con aquel pastor guerrero.

En aquel entonces, la Ley de represión de la masonería y el comunismo castigaba tales delitos con pena de reclusión menor. Y, antes de esa, además, le había sido aplicada la Ley de responsabilidades políticas.

A San Marcos, donde pasó tiempo confinado, le llevaba su madre la comida en una cesta de mimbre. Con leche en una lecherita muy bonita con tapa que Pepe todavía conservaba de adorno en una estantería del salón. Y pan, con algo de chorizo cuando se podía.

Ni a Pepe ni a su mellizo Alicio les dejaban entrar.

Quizá por eso ellos dos se libraron de esa enfermedad de la tristeza que agarró como un vampiro desde entonces a su madre, por la pena de aquellos años de juventud con el hombre preso.

III

Cuando salió su padre de la cárcel libre («libre» entre comillas) lloró amargamente porque ni Pepe ni Alicio (Pío, su hermano pequeño todavía no había nacido) le reconocieron. Al final no había sido mucho tiempo, pero lo suficiente como para que a un niño se le desdibujara la cara.

Aquello debió ser como una nueva condena, si cabe más terrible.

La sentencia se dividió así al final en tres partes.

La primera cuando la pronunció el juez.

La segunda cuando se ejecutó; de aquellos años apenas les contaría cosas.

La tercera cuando Pepe y su hermano mellizo no le reconocieron.

Salió de la cárcel pero perdió el empleo en Hacienda.

Por azares del destino, y de que León no era Madrid, el hijo de uno de aquellos jueces que firmaron la sentencia, con el tiempo, fue amigo de Pepe, coincidiendo incluso en la carrera de Derecho que hizo por libre.

Pepe recordaba, como si fuera ayer, que en el día que tomó su primera comunión, en los Maristas, su padre no comulgó pese a las lágrimas de su madre que decía que le iba a pasar algo por significarse. Y a aquel profesor polaco, huido de los nazis, que el mismo día de su comunión le dijo en voz baja, cuando supo lo que había pasado su padre, y tras asegurarse de que nadie podía escucharles, que la Iglesia tendría que pagar un precio alto por volcarse con los vencedores.

También recordaba que la suerte de su padre cambió completamente al entrar en el negocio del carbón, que en los años de la posguerra se vendía como rosquillas. Pero lo cierto es que trataron de perjudicarle muchas veces, porque se veía mal que un rojo, que un depurado, pudiera llegar a ganar buen dinero.

Gracias a aquel cambio de fortuna Pepe y sus hermanos consiguieron ir (otro lujo en esos años) a la universidad, aunque examinándose «por libre» en Oviedo.

Mucho tiempo después el padre de Pepe descubrió lo que era viajar y hasta llegó a dar dos vueltas al mundo. En uno de los viajes en que cruzó el charco pudo visitar a un primo suyo que en tiempos llegó de polizón a Nueva York y allí, con el transcurrir de los años, llegó a convertirse en Director del Lexington en Nueva York y responsable de hostelería en Naciones Unidas.

IV

Pasado el tiempo y como todo pasa, salvo la muerte, el parte que se estaba esperando desde hace tiempo paró España.

Lo dio el mismo presidente, uno de los del búnker, Carlos Arias Navarro, que también fue Gobernador Civil de León y cuya firma figuraba de hecho en uno de los papeles del expediente del padre de Pepe. Nadie que no conociera su historia se hubiera podido imaginar, al verle ahora tan mayor y lloroso, que años atrás había sido llamado el «carnicerito de Málaga»:

—«Españoles… Franco ha muerto. El hombre de excepción que ante Dios y ante la Historia asumió la inmensa responsabilidad del más exigente y sacrificado servicio a España ha entregado su vida, quemada día a día, hora a hora, en el cumplimiento de una misión trascendental. Yo sé que en estos momentos mi voz llegará a vuestros hogares entrecortada y confundida por el murmullo de vuestros sollozos y de vuestras plegarias. Es natural; es el llanto de España, que siente como nunca la angustia infinita de su orfandad. Es la hora del dolor y de la tristeza, pero no es la hora del abatimiento ni de la desesperanza…».

El padre de Pepe apenas se inmutó al conocer la noticia.

O al menos eso le pareció a Pepe, que estaba junto a él en el comedor de la casa con la Telefunken encendida.

Sólo acertó a decir, sin animosidad alguna, un lacónico: «Parece mentira que se haya muerto este hombre».

Habían pasado ya tres años de aquello y todavía aquella frase resonaba en la cabeza de Pepe «Parece mentira que haya muerto este hombre».

Aquel día no fueron al colegio los hijos de Pepe. Ni José Ignacio, que tenía ya doce años, ni José Ángel, con once, ni, por supuesto pues todavía no iba, la niñina con dos.

¿Qué pasaría ahora? Aunque al final nada pasó, lo cierto es que ese mismo día al saber la noticia, varios de los amigos de Alicio, que corrieron suerte parecida casi cuarenta años atrás, prepararon rápidamente una maleta por si acaso tenían que salir corriendo. El miedo tiene alas y la guerra y la posguerra sobrevolaban sus pensamientos y probablemente siempre lo harían.

V

«La soberanía nacional reside en el pueblo español del que emanan los poderes del Estado.»

(Constitución española, Artículo 1.2).

Pepe avanzó un poco pero al momento paró de nuevo. Todavía le quedaba un rato más de espera.

La cola era larga pero nada que ver con las sufrió su padre en Ceuta esperando la fila del rancho, o preso en San Marcos para casi cualquier cosa…

Era León, era miércoles y el calendario marcaba el 6 de diciembre.

Pepe sonrió mientras agarraba con ilusión la papeleta.

—«¿Aprueba el Proyecto de Constitución?».

—«Sí, coño sí…»

Y, por fin, los aires de libertad comenzaron a ventilar los tinajones de nuestra vieja España invertebrada.

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