Diario de León

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Crujido de pasiones

MAÑANA SE CUMPLEN 110 AÑOS DEL NACIMIENTO DE MERCÈ RODOREDA (1908-1983), UNA ESCRITORA CATALANA DE VIDA TUMULTUOSA Y POCO CONVENCIONAL, QUE ABORDÓ CON EXQUISITA SENSIBILIDAD EL AGITADO MAR DE LAS PASIONES. divergente

Mercè Rodoreda, a su regreso del exilio europeo, en el año 1972

Mercè Rodoreda, a su regreso del exilio europeo, en el año 1972

Publicado por
ERNESTO ESCAPA
León

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D e familia catalanista, la escritora siempre mantuvo en su memoria una adoración ferviente por el abuelo Pere, anticuario que adornó la fachada de su torre familiar con estrofas de la Oda a la patria de Aribau, instalando en el jardín una fuente en homenaje a mossén Cinto Verdaguer. Con el carácter enérgico de hija única desde niña, cedió una vez al requerimiento de su madre, cuando tenía veinte años, y acabó casada con su tío carnal Joan Gurguí de 34, para aprovechar los vistosos logros de su estancia indiana. Esa cesión le marcó una vida ajetreada por graves contratiempos, al cabo de los cuales regresó del exilio «frágil y dura como una estalactita», según la retrata Montserrat Roig en su retiro gerundense.

Entonces era la escritora catalana con una obra narrativa jalonada de éxitos, tanto de culto como populares. Pero aquel regreso triunfal le guardaba la última y más hiriente bofetada: el internamiento en un psiquiátrico de Reus de su hijo Jordi, que la madre sobrellevó con creciente y agotadora angustia. Esa tensión zarandeó la escritura de una Rodoreda convulsa de contrariedades, que fue girando los relatos realistas hacia su envés misterioso. El núcleo argumental aborda el universo de la mujer, su paso de la adolescencia a la madurez subida al caballo de las pasiones. También la cotidianidad de sus personajes remite al desamparo en soledad, que al cabo los deja, como a Colometa al final de La plaza del diamante , «demasiado herida para morir».

Semejante trajín enseña a seguir sin urdir proyectos, dedicando los afanes al simple logro de la supervivencia, un empeño para el que la literatura se revela como mejor tabla de salvación. Porque el matrimonio de conveniencia que le organizó la madre con su propio hermano desde el principio se mostró insoportable. Implicada en las actividades del Instituto de Estudios Catalanes, sus primeras aventuras tuvieron como cómplice al trostkista Andreu Nin (1892-1937), mientras trabajaba para el servicio de Propaganda de la Generalitat. La ejecución estalinista con desuello de Nin en Alcalá de Henares sumió a Rodoreda en un desconcierto del que ni siquiera la salva el éxito de Aloma (1938), galardonada con el premio Crexells. Aloma era su cuarta novela, aunque en la recapitulación de sus Obras completas renunciará al rescate de las tres primeras, que considera frutos de inexperiencia.

Integrada en la nómina de escritores catalanes del Pen Club, asiste al congreso de Praga acompañando al novelista Trabal, con quien inicia una relación y en cuya compañía marcha al exilio en Francia en enero de 1939, dejando en Barcelona a su marido y a su hijo. Viajan en un bibliobús a Perpiñán y luego a Toulouse, donde se deshace su relación pasajera con Trabal, que lleva consigo a la esposa, a la vez que surge su pasión más duradera con Armand Obiols, casado con Montse Trabal, hermana de Francesc. Obiols va a ser un estímulo decisivo para la obra de Rodoreda: más fiel a la escritora que a la mujer, a quien no siempre concedió la exclusiva. Las tensiones de esta pasión expuesta al fisgoneo exiliado alcanzaron su punto álgido durante su estancia en el castillo de Roissy-en-Brie, cuando la presencia del cuñado depuesto y de la suegra agraviada exhibían a la esposa de Armand traicionada y abandonada en Sabadell con una niña.

La irrupción de los nazis en el verano de 1940 obliga a los refugiados a una huida que Rodoreda afronta con ánimo decidido, porque «nunca había sido tan infeliz como en aquellos meses encastillados». Obiols será detenido por los nazis e ingresado en el campo de concentración de Chandelace. Y en medio del fuego cruzado, mientras sigue temiendo la llegada de la mujer de Obiols con su niña, que no han dejado de tener contacto, su madre le escribe pidiéndole que vuelva, ya que su hermano (y marido de Mercè) había decidido echarla de su casa. Una vez en Limoges, mientras Obiols sigue escribiendo cartas de amor a su mujer, confiesa a su amiga Anna Murià, instalada en Méjico: «Es amargo querer tanto a una persona que me quiere tan poco».

El profundo malestar se manifiesta en una parálisis de su brazo derecho, que le impide escribir, aunque trabaja a destajo como costurera para una fábrica. Ya en los cincuenta, establecida en Ginebra con Obiols, contratado como traductor por la Unesco, reemprende su actividad creativa, después de haber visitado varias veces en Barcelona a su madre y a su hijo, con la exigencia de no encontrarse en casa con el marido. De nuevo acude en 1954 a Barcelona, para asistir a la boda de su hijo. Liberada de las tensiones de pareja que ha tenido que sortear, por fin puede volcarse en su obra, cuyo lento goteo le reserva las mejores satisfacciones durante la década de los sesenta, que estrena con la publicación de La plaza del Diamante (1960), después de haber sido reconocida con el premio Víctor Catalá 1957 a su libro Veintidós cuentos .

La plaza del Diamante la había enviado al premio San Jordi con el título de Colometa , su protagonista femenina, pero resultó despreciada por un jurado que la consideró cursi. Su siguiente novela, La calle de las Camelias (1966), hizo acopio de galardones en racimo: el San Jordi y el Serra D’Or 67, además del Ramón Llull de 1969. En 1971 fallece en Viena Armand Obiols, después de unos años alejados no sólo por la distancia residencial. Cuando acude a Viena, descubre que Armand vivía con otra mujer: aquel cómplice tramposo había sido el único destinatario estimulante de su literatura. Regresa a Cataluña en 1972, donde publica Espejo roto (1974) y el reconocimiento público no deja de crecer. Viajes y flores (1980) celebra el reencuentro con una geografía acogedora.

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