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Cosecha errante
HOY SE CUMPLEN 60 AÑOS DEL FALLECIMIENTO EN LEÓN DEL PINTOR DEMETRIO MONTESERÍN (1876-1958), REPLEGADO DESDE SUS ESCENARIOS DE ÉXITO PARA ATENDER ENCARGOS Y DEDICARSE A LA FORMACIÓN DE NUEVOS ARTISTAS, A QUIENES DISPENSÓ LA LECCIÓN DE SU DILATADA EXPERIENCIA. . divergente
N acido en Villafranca del Bierzo, Demetrio Monteserín había estudiado el bachiller en León y Bellas Artes en Madrid, donde participa en el deleite de la almoneda modernista, compartiendo devaneos con el joven D’Ors. Cansinos, en su cartografía memorial de aquel tiempo, nos lo muestra pujante junto a Penagos, dando envidia a otros colegas de menos fortuna. Su destreza para el dibujo le permite concurrir muy pronto a exposiciones nacionales y regionales, plasmando su obra como muralista en espacios públicos: recomendado por su amigo Sotomayor, ilustra con varios murales muy art-nouveau en 1903 la pícara alegría de vivir en el café Moderno (1903-1973) de Pontevedra y actual sede de la fundación bancaria gallega, donde cuajó su primer Estatuto republicano y Lorca escribió varios poemas.
Luego se va a Montmartre, desde donde calibra el callejero de París, y con el buen tiempo baja hasta Niza y la Costa Azul, para asomarse al tentador y profuso jardín que tiene Blasco Ibáñez en Mentón. En estas temporadas estivales hace caja con los retratos a las bellezas de la ruleta de Montecarlo. En 1907 se casa en Astorga con Carmen Núñez Goy y regresa a París, donde afina y consolida su perfil de pintor de la alta sociedad. Una temporada en Madrid, para facturar los murales del Teatro Odeón (actual Calderón) y del palacio de los Besada, le acerca a Astorga, lanzadera de sus expediciones. Dibuja portadas para jóvenes amigos, como Menas Alonso, o coetáneos como Félix Cuquerella, mientras aspira la cultura popular maragata. Cuando recala en León, después de la guerra, viene con la herida sangrante de la pérdida de su hija Olga en Somiedo, episodio novelado por Concha Espina en Princesas del martirio (1940), un panfleto literario que difunde masivamente en 1941 el editor Afrodisio Aguado, abuelo del actual consejero de Sanidad. Aquel golpe terrible le cercena sus viejas alas de cóndor, escondidas para siempre bajo la silueta parisina. Son tiempos acerados, que Monteserín vive con especial virulencia. Primero reside en Álvaro López Núñez, aledaño con las escalerillas que suben al barrio de San Esteban, donde abre su estudio de pintura, y luego en la Condesa.
Su alma errante de artista viajero se orienta hacia la pintura regionalista, un género en el que adquiere rango y notoriedad nacional. En esa clave, toca todos los palos, desde el paisaje al paisanaje, y se acerca con mimo al pálpito de las costumbres más sentidas. Para empadronarse entonces en la provincia, tuvo que escuchar, como expiación dolorosa, a un Mariano Berrueta desmandado desgranando los tópicos baratos que un químico altanero y ensoberbecido alcanza a proferir en tiempos tan mezquinos. León no es frío, le dice, pero sólo responde y procerescamente cuando se le sabe preguntar, como empieza a hacer su centenar de cuadros expuestos en la diputación aquellas sombrías Navidades de 1942.
Enseguida desbarra: «No se puede pintar pensando en la luna. Hay que pintar cosas que sepamos lo que son. Monteserín llamó mamarrachos en París a los cubistas por no pintar las cosas como son». Terrible trago para un artista en retirada, que acaba de enterrar a su hija abatida por la violencia de la guerra, mientras va calibrando la dimensión de sus renuncias. Monteserín se recogía de su aventura europea y en la muestra del Palacio de los Guzmanes ofrenda a la ciudad obra de París, Túnez, Florencia, Rumanía, Suiza, Montecarlo, Sicilia, Coimbra, la Costa Azul, Lisboa, Sintra, Roma, El Bierzo y mucha Maragatería. Un lote recrea los iconos más celebrados de Santa Gadea del Cid, el pueblo azoriniano de Burgos, con el colegio del Espino y la escondida portada del monasterio de Obarenes en sus alrededores.
Pero Berrueta le demanda imperativo que pinte cosas leonesas. Y los miembros de la comisión organizadora enseguida detallan el pedido: historias, muchachas del campo, minas, yedras, tipos y nombres, como la Pícara Justina. Monteserín pasaba un momento de tan graves afecciones cordiales que incluso puso en peligro su supervivencia. Pero sus nuevos patrocinadores no cejan en la encomienda: «Nuestro Romancero y lo que pueda (si es que logra unos cuantos años más de vida) de nuestra iconografía Leonesa». Todo esto y unas cuantas miserias más tuvo que digerir el artista descarriado para ser recibido en aquel universo gris. Venía de las audacias del siglo y acabó recluido en la provincia, entregado a la rutina de las clases y estirando el repertorio de sus recursos estéticos. Después de la antológica de los cuarenta, expuso en los Guzmanes y en Madrid otras cuantas veces, con cuadros crecientemente insertos en el tipismo leonés, mientras trasladaba a sus alumnos con amor, dignidad y pedagogía un panel de vivencias fascinantes, alejadas de aquel escenario agobiante de la provincia. En sus décadas finales en León practicó todas las rutinas del regionalismo, desde el retrato a los cuadros de historia pasando por los paisajes provinciales y las escenas costumbristas. La diputación le encargó sucesivos episodios en gran formato de la historia medieval leonesa. A esas alturas, Monteserín ya sabía bien cómo y cuándo convenía poner en un cuadro el poso de su alma impresionista, que a veces ilustra la vertiente más adocenada de su arte. En su estudio, atiborrado de cretonas y antiguallas, supo estimular el arte sobresaliente de Modesto Llamas y Petra Hernández, la destreza de Antonio Redondo y la belleza tan vistosa de Pilar Fernández Labrador, luego poetisa y concejal en Salamanca.