Diario de León
Publicado por
nacho abad
León

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No sé cuánto tiempo lleva lloviendo. Más de tres mil días hace. Aunque puede que empezara unas horas atrás, nada más. Llueve para que escribamos. El sol es una distracción. No entiendo cómo he podido escribir en días soleados. También me pregunto qué necesidad tengo de seguir aquí cada semana, en esta columna que sólo acredita que no tengo nada que decir, que no quiero decir nada. Ahora que lo pienso, quizás por eso escribo. Quien tiene un mensaje lo lanza y punto, se va, se olvida. Pero quien no lo tienen debe reafirmarse todo el tiempo. Ahora mismo, mientras leo estas palabras en la pantalla de mi ordenador, me doy cuenta. Escribo para defender mi silencio. Coloco palabras como las piedras labradas de una fortaleza que guarda un hueco inmenso. Pero no, más que una fortaleza, esto parece un templo, una catedral primitiva. La literatura como la religión construye edificios para defender su propio vacío. Solo que la primera usa palabras en vez de vidas. Y leer tampoco es rezar, que digamos. Más bien es subir a un descapotable rojo (que sea rojo es importante, cualquier otro color haría que el texto cayera por un sumidero), arrancar y poner rumbo a ninguna parte, mientras cada frase te despeina como el aire de las autopistas, y unas gotas mojan la luna frontal: míralas, parecen lágrimas tristes como una despedida, o quizás es que has bebido demasiado y al reír acabaste llorando sin saber por qué, y ahora llegamos a un desfiladero del que nunca nadie ha salido con vida, y entramos, tú entras y yo te agarro la mano, porque hace frío y tengo miedo y sé que si miro atrás veré cómo la furia de Dios devora el mundo bajo sus volcanes, y corremos sin que nadie nos persiga, hasta que ya no tenemos aliento que echar de los pulmones, y sólo sale de nuestras bocas una oscuridad eclipsada por los focos de algunos vehículos militares. Aterriza un helicóptero con una camilla para evacuarnos y es como si temblara la silla de mi escritorio al paso del metro. Abro la ventana y una grulla viene a beber conmigo. He sacado una botella no muy cara y un par de copas de cristal. Yo solía emborracharme todas las noches, le digo, pero ahora sólo bebo cuando llueve. Luego nos vamos juntos de allí. Ya es de noche y no sé andar, pero no importa. No os lo vais a creer: me han salido alas.

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