Literatura
El doloroso placer de llorar
El dramaturgo Fernando Arrabal regala a los lectores de Diario de Léon este cuento en el que echa la vista atrás y contempla los espectros de sus amigos, protagonistas todos ellos de las grandes vanguardias culturales del siglo XX
¡Picasso y Aragón, qué lejos vagan ya por el reino de los muertos¡ Deambulan por la región de Alberti y de Fernand Léger. ¡Qué rápido se han alejado de mi! Warhol, Dalí, Ionesco, Beckett, muy lentamente, se desplazan hasta los confines de la memoria formando otro grupo. Mi mejor amigo durante cuarenta años, Roland Topor, el 6 de abril de 1997 atravesó la verja del más allá. Con qué delicadeza mis amigos muertos se dejan adelantar unos a otros.
Creí que no podría vivir sin ellos cuando se fueron para siempre… ¿hacia el inmenso sol? ¿Quién se deleita ahora con tanto genio, tanta generosidad, tanto humor donde ruge el infinito? (Aunque en un no ma’s land la figura de mi padre aparece tan cercana, tan radiante, como su modelo inigualado. Sobrevivió tras haber escapado a la pena de muerte y a la muerte…. Cuando, hace setenta y seis años, huyó de su cautiverio y desapareció, pero…..para no morir ya.)
Con que entusiasmo quise esconder a Topor bajo la inmortalidad y sus dichas. Intentar vencer a la muerte parece insensato. Pero en Egipto el faraón no moría. Se reencarnaba en un dios después de morir. Los cortesanos enterrados con él tampoco desaparecían. ¿Por qué Topor (o Simon Leys o Dario Fo) ha tenido que dejarme para siempre, abandonándome tembloroso en mi soledad?
He soñado muy a menudo con Topor desde su desaparición. Aquiles, en sus sueños, trastornado por la muerte de su amigo, veía también a su amado Patroclo. El día de los funerales de Topor el llanto me impidió terminar el discurso que estaba pronunciando en el cementerio de Montparnasse. Quizá Gilgamesh tampoco terminara el suyo a la muerte de su amigo. Según la leyenda, a fuerza de llorar, consiguió hablar a su adorado Eabani.
El río de las lágrimas se llama Cocito y serpentea en la frontera del reino de los muertos. El perro Cerbero guarda la entrada: un perro con tres cabezas y cola de serpiente… es decir, una cola de eternidad.
La diosa de la Justicia, según Ovidio, dio un consejo cruel a los supervivientes del diluvio, angustiados por la muerte de sus allegados: «No sollocéis. Dejad atrás los huesos de vuestros mayores..» Pero yo no me consuelo sino repitiendo los gestos y palabras de mi amigo y conservando la gracia muda de su último aliento.
Me siento muy cercano a Yami: los brahmanes dicen que, como no podía olvidar la muerte de su amigo y hermano Yama, el dios detuvo el tiempo repitiendo sin cesar con convicción: «Se ha muerto hoy mismo». Por eso los dioses han credo la noche, para que cuando despierte pueda olvidar la muerte de su amigo. En las tinieblas de mis noches el recuerdo roto boga a la deriva.
Los bienintencionados han intentado consolarme ocultándome incluso el instante de su muerte: «Topor se ha muerto sin darse cuenta», «sin saber que se iba», «ni tan siquiera ha dicho adiós». Prefiero a ese personaje de Tolstoi que dijo: «Por Dios, dejadme morir como es debido». Ya no se esconden las partes íntimas pero se elude el fatal naufragio de la muerte. Violando reglamentos y puertas pude acceder a la habitación de hospital donde, una vez desaparecido, le habían puesto como en una celda. Pude besar su rostro aún caliente que ya nadie lavaría.
En Egipto durante años se alimentaba simbólicamente a los muertos lavados, purificados, llorados, momificados. Mi amigo Nakako y su mujer Beatriz, de Granada, me invitaron a comer en su casa en Kyoto… en compañía de los antepasados de él. Nuestro anfitrión les sirvió a cada uno una pequeña porción de su manjar favorito y un dedo de vodka a su tío de Yamanasi, a quien gustaba esta bebida.
Gilgamesh, hace 4000 años, combatió contra monstruos y toros alados, pero el huracán del dolor le hizo tambalearse, aturdido, a la muerte de su amigo. Hasta el punto de que no aceptó la Muerte. Quiso incluso vengarse de ella. Cómo le entiendo…Fue en busca de la inmortalidad para resucitar a su inolvidable amigo. Fue más allá del Lago de los Infiernos sin escuchar la voz de la razón.
Y encontró la hierba milagrosa, porque Gilgamesh sabía que los dioses han creado a los hombres inmortales. Lo dicen todas las mitologías. ¡Cómo me cuesta aceptar que Topor (o Louise Bourgeois, o Umberto Eco) se haya eclipsado para siempre¡ ¿Por qué los dioses no han propuesto a Topor (o a André Breton, o a Marcel Duchamp), como al panadero Adapa de Mesopotamia, la bebida de la vida eterna? Según la leyenda, el panadero, aconsejado por el dios del conocimiento Ea, rechazó el brebaje de inmortalidad. Topor no se habría dejado engañar por charlatanes.
Por desgracia cuando Gilgamesh, de vuelta con la hierba de la inmortalidad, se arrodilló junto a una fuente para saciar su sed, la serpiente, «el animal que muda eternamente», aprovechó ese momento de descuido para sustraerle el preciado tesoro.
Homero nos cuenta también que Deméter roció al hijo de Metanira con una lluvia de llamas purificadoras. Cuando la madre lanzó un grito de terror Deméter, por la sorpresa, dejó caer al niño en las brasas. «Por tu locura, Metanira, tu hijo ha muerto quemado y no será inmortal».
La pérdida de la inmortalidad se ha debido siempre a un detalle absurdo o a un error ridículo (¿cuál he cometido para que muera Topor?), como la manzana de Eva. El hombre solo ha caminado una vez sobre la luna, diosa de la inmortalidad (en 1969), sin esperanza en un futuro mejor. El cosmonauta Armstrong habría querido gritar (ante la luna) como Aquiles (ante Ulises):
«Prefiero ser esclavo antes que reinar sobre el imperio de los muertos».