Diario de León
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nacho abad
León

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Cuando alguien me pregunta qué me llevó a pasar tanto tiempo en aquel bosque, contesto con una mentira: la curiosidad. Supongo que para los no iniciados (quién si no haría esa pregunta), es una respuesta más comprensible que la verdad: el misterio. Si lees demasiado sobre algo, vuelves a ignorarlo todo, pero lo ignoras de un modo distinto, opuesto. En ese punto estaba cuando viajé al bosque y me encerré en la cabaña. Mi idea era escribir cartas, cientos de ellas, y enviarlas a una sola dirección: la mía. De este modo, si caía en un brote psicótico, toda la información recabada estaría ya en mi casa, a salvo de mí mismo. Cada quince días venía el hombre que me alquiló la cabaña para proveerme de alimentos y llevarse la correspondencia. Tomé notas de todo, de lo que veía, de lo que imaginaba y también de lo que intuía. A veces me sentía observado por animales invisibles, o el rugido ensordecedor de los insectos me despertaba en mitad de la noche, o un presagio cortaba el aire y los pájaros desaparecían súbitamente, aunque luego no llegara a pasar nada, porque eso era lo que allí ocurría, nada. En vez de una cabaña, aquel habitáculo parecía una lancha que cruzara un río que divide un país en guerra.

En toda aquella calma vibraba una violencia irremisible, un odio quieto y atento que de precipitarse, arrancaría el corazón de toda la humanidad. Una noche comenzó a hacer tanto calor en mi habitación que tuve que salir a tomar el aire. Al lo lejos, por donde llegaba la claridad cuando amanecía, vi un reflejo brillante y magnético. Me acerqué y allí encontré a aquel hombre, mi casero, junto a una hoguera. Le saludé pero no me contestó. Su mirada parecía hipnotizada por las llamas rojas y verdes de un fuego al que arrojaba papeles. Al fijarme, vi que lo que estaba quemando en realidad eran mis cartas. Una a una caían a la hoguera. Lleno de ira me abalancé sobre él y traté de arrebatárselas, pero alguien, sospecho que una tercera persona, me golpeó en la cabeza y perdí el conocimiento. Desperté muchos días después en mi cama, en mi casa, lejos de aquel lugar. Y por extraño que parezca, allí encontré todas las cartas, las mismas que ardieron. Estaban es sus sobres, intactas. Al fin comprendí algo de aquel bosque. Ahora al mirarlas las cartas, también veía sus cenizas.

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