Diario de León
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nacho abad
León

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A lo lejos se oía el llanto de un animal desesperado. «Será un gato que ha pisado un cepo», dije. Ella me miró impresionada y me pidió que fuéramos a ayudarle. Pensé que no era buena idea entrar en el bosque así vestidos, pero vi algo en su cara que me disuadió de decírselo. Tenía el aspecto de siempre, el pelo suelto y ligeramente enredado por la lluvia, la ropa impecable y formal, más propia de una persona conservadora que de una estudiante, y ese gesto de tristeza que no había cambiado ni en los buenos momentos, cuando nuestra relación parecía tener futuro. Habíamos ido hasta allí para despedirnos. Unas semanas atrás, su novio le había propuesto matrimonio y ella había aceptado. Cuando me lo dijo, comenzó a sangrar por la nariz y me pidió que hiciéramos un viaje antes de dejar de vernos. Yo bromeé con esa idea, dejar de vernos. «¿Es que acaso nos volveremos invisibles?». Ella me respondió con una risa que se fue deshinchando hasta convertirse en un suspiro. Luego buscamos un destino para el viaje, y sin llegar a conocer las razones del otro, acordamos que este era un buen lugar para decirse adiós.

Abrí la ventana de nuestra habitación, encendí un cigarro y, como un insecto que se cuela para impedir el sueño, entró el llanto del animal. Nos calzamos, salimos de la pensión, y entramos en el bosque. La tarde se deshacía sobre nosotros. A medida que avanzábamos, se escuchaba más nítido el llanto. Ya casi lo sentíamos al lado cuando cesó. Miramos alrededor y no vimos más que una espesa masa de árboles, cubiertos de enredaderas y arbustos, que luchaban por captar la luz del sol. «Este bosque es un lugar horrible, lleno de dolor», pensé, y me giré para decírselo. Entonces resbalé y me caí al suelo. Ella, al tratar de ayudarme, también se cayó. Al levantarnos nos vimos cubiertos de hojas podridas y barro. Se echó a reír y me contagió su risa. «Me contó la señora de la pensión que se reconoce a los suicidas porque entran en el bosque vestidos con ropa de calle», dijo. Y volvimos a reírnos y se levantó un viento suave. Se hacía de noche. Probablemente ya no encontraríamos el camino de regreso. «¿Crees que nos hemos perdido?», me preguntó. Ya casi no había luz. «Tú aún me ves», contesté. Nos dimos la mano y seguimos caminando.

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