Diario de León
Publicado por
nacho abad
León

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Decidido a terminar con su propia vida, al salir del trabajo se quitó la corbata y compró una cuerda en una ferretería cercana. Luego condujo dos horas bajo la lluvia terca de abril, por una carretera penosa, hasta llegar a un bosque, y allí aparcó como pudo y se adentró en busca de una rama de la que colgarse. Pero mientras buscaba, sintió, por primera vez en mucho tiempo, alivio en vez de dolor. ¿Por qué ahora? ¿Por qué ahí? La luz de la primavera caía con las últimas gotas verdes de la lluvia por el aire aún empapado, y era como si, al entrar en una catedral, el eterno día nublado escampara y dejara pasar los rayos amarillos del sol a través de las vidrieras. Algunos llaman Dios a esa sensación. Tras permanecer allí un rato —quién sabe si empleando la calma encontrada en curarse las rozaduras de sus ideas torcidas—, volvió al coche y descubrió que, a unos pocos metros, había una cabina telefónica. Metió una moneda, marcó el número de su casa y, tras el primer tono, contestó su hija pequeña. Al oír su voz dulce e inocente, se rompió como si fuera de barro cocido. Aun así, a pesar de las lágrimas, consiguió hablar. Dijo que iba a pasar unos días fuera, que necesitaba soledad, que no se preocuparan, que volvería a llamar en cuanto le fuera posible. Se despidió, colgó y consultó en un mapa de carreteras dónde estaba el pueblo más cercano. Su intención era alquilar una cabaña en el bosque para descansar un tiempo, quizás unas semanas. Necesitaba recorrer el camino que se le había abierto tras el follaje de la depresión. Arrancó, puso rumbo al pueblo y, de camino, se le cruzó un mapache. Para evitar atropellarlo, dio un volantazo, y las ruedas patinaron sobre el pavimento mojado. El coche acabó estrellado contra un árbol.

Otro hombre que, dispuesto a acabar con su vida, circulaba por esa misma carretera en busca de una rama de la que colgarse, al ver el vehículo siniestrado se detuvo y se acercó para auxiliar a los heridos. Pero allí no había heridos. Solo un cuerpo roto, no en añicos de barro, sino en pedazos de carne. Era la primera vez que veía a un hombre muerto. Sintió entonces terror y espanto, y comprendió que no deseaba morir, que no quería convertirse en la imagen monstruosa de un cuerpo sin vida. Algunos llaman Dios a esa sensación.

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