el territorio del nómada |
Tribulaciones de heterodoxo
HOY SE CUMPLEN 145 AÑOS DEL FALLECIMIENTO EN MADRID DEL SAHAGUNENSE FERNANDO DE CASTRO PAJARES (1814-1874), FIGURA ESENCIAL Y DESCUIDADA DE NUESTRO LEÓN CONTEMPORÁNEO. SALVÓ A SAN MARCOS DE SU DERRIBO, IMPULSÓ EL ARREGLO DE LA CATEDRAL Y CREÓ LA BIBLIOTECA PÚBLICA. divergente
L a figura intelectual de Fernando de Castro refleja la complejidad del tránsito decimonónico desde el antiguo régimen a una monarquía que empieza a esponjarse de modernidad. Hace cuarenta y cinco años, el centenario de la muerte de Fernando de Castro se espolvoreó con la preocupación obsesiva de fijar su actitud obediente con la Iglesia y garantizar su ordodoxia. Eran las postrimerías del franquismo y para entonces Castro había sido desalojado del callejero de León, donde lo borraron en el paso de los cincuenta a los sesenta para obsequiar la memoria del político derechista lermeño Roa de la Vega. Quizá simplemente porque a esas alturas su nombre de leonés esencial ya no dijera nada a la gente del padrón o acaso para restarle protagonismo en el momento en que el viejo San Marcos se preparaba para albergar un parador de Turismo. Hace unos años le repusieron las placas del callejero al otro lado del río.
Por si las moscas, el municipio leonés envolvió el despojo con la estampa de «cura renegado», que acuñó el Menéndez Pelayo más irracional y tendencioso. Y no paró ahí don Marcelino, quien atribuyó sus divergencias a «las pretensiones frustradas de obispar», antes de concluir su condena del modo más brutal: «poco importa que fuera más o menos áspero el sendero que eligió para bajar a los infiernos». Por supuesto, nadie recordó entonces que suyo fue el mérito de impedir el derribo decretado y tasado de San Marcos, redactando un elogio histórico y diversas exposiciones dirigidas a la reina Isabel II, a los parlamentarios e instituciones «reclamando la conservación del edificio como monumento histórico y artístico nacional». También cayó en el olvido su protagonismo en la puesta en marcha de la biblioteca pública y del museo provincial, recogiendo con criterio las colecciones de los monasterios desamortizados. Y desde luego, nadie recordó sus gestiones para proveer de fondos oficiales la restauración de la entonces decrépita catedral.
En esa tarea de redención cultural, Fernando de Castro colaboró con otra personalidad relevante de la época, Patricio de Azcárate (1800-1886), iniciador de una estirpe leonesa con representantes en todos los avatares de la vida española contemporánea. Don Patricio acogió en su residencia veraniega de Villimer a los primeros krausistas y emprendió por su cuenta la traducción y edición de una Biblioteca Filosófica que reúne a Platón y Aristóteles con Leibniz. Sus versiones de los clásicos griegos nutrieron más tarde la colección Austral.
Comisión de Patrimonio
El profesor Carmelo de Lucas del Ser ha estudiado, en su obra Élites y patrimonio en León (2012), la labor de aquellos pioneros de la Comisión de Patrimonio, quienes lograron que los dos primeros monumentos españoles con esa vitola sean de nuestra ciudad: la catedral, en agosto de 1844, y San Marcos, en septiembre de 1845. Para la catedral, entonces abocada a la ruina, Fernando de Castro gestionó primero la salvaguarda de su declaración monumental y luego, en sucesivos momentos, la concesión de los fondos precisos para su completa restauración.
Fernando de Castro había ingresado de niño en los franciscanos descalzos de Grajal y pasó por los conventos de Valladolid, Ávila y Segovia, donde la desamortización de Mendizábal lo exclaustró para incorporarse a la diócesis de León. En León estuvo entre 1837 y 1845, como profesor de Filosofía y vicerrector del seminario de San Froilán. Fernando de Castro participó activamente en entidades de origen ilustrado, como Amigos del País, donde cuidó especialmente las escuelas de niñas, mientras sus sermones ya revelaban el perfil liberal de sus ideas, que hace explícito en su manifiesto electoral de enero de 1840, donde defiende a los progresistas leoneses. Al final de su vida, en su Memoria testamentaria, donó lotes importantes de su biblioteca personal a la pública de León y a la del seminario de san Froilán.
Trasladado a Madrid en septiembre de 1845, apresura los trámites para obtener una plaza en el nuevo sistema educativo, a la vez que se incorpora a la capellanía real. Esta salida de León estuvo motivada por el retorno de los profesores del seminario apartados temporalmente de sus cátedras a causa del baldón carlista. En 1846 es doctor en Teología y en 1853 licenciado en Filosofía, aunque ya desde 1847 desempeña la cátedra de Historia universal en el instituto San Isidro, en 1850 la dirección de la escuela normal de Filosofía, y a partir de 1852 la cátedra de la universidad. En la facultad traba contacto con Julián Sanz del Río y participa en los albores del krausismo, «creando una atmósfera espiritual que a su vez tuvo repercusión en el periodismo y en los debates parlamentarios», según Azorín. Sus visitas a Francia y Alemania le permiten conocer de primera mano la Europa del momento y orientan su labor a la formación del profesorado y su apertura a la sociedad, con preocupación por vincular ciencia y religión: «Hay que unir el telégrafo y la bendición urbi et orbe». Ingresa en la Academia de la Historia (1866) y es separado de la universidad por defender la libertad de cátedra junto a Salmerón y Sanz del Río. En 1868, la gloriosa lo aupó al rectorado de Madrid, desde donde se ocupó por extender la educación popular y poner en marcha escuelas superiores de enseñanza para las mujeres. En 1870 lo sucedió en el rectorado el omañés Lázaro Bardón. En los últimos meses de su vida escribe la Memoria testamentaria , que ofrece su profesión de fe en un cristianismo universal. La Fundación Fernando de Castro alberga en su sede madrileña de San Mateo los frutos de una labor singular destinada a la enseñanza de la mujer.