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poesía

Las aguas de la noche

El sueño de una sombra David Pujante Calambur, Valencia, 2019. 158 pp.

Publicado por
josé enrique martínez
León

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E ntre Animales despiertos (2013) y el nuevo poemario de David Pujante han trascurrido seis años. No ha tenido prisa por publicar porque la poesía acude cuando lo tiene a bien o cuando uno la necesita. El sueño de una sombra recoge en su título la herencia de Píndaro («sueño de una sombra es el hombre»), Eurípides («no soy más que voz y fantasmal figura de un nocturno sueño») y Calderón («¿qué es la vida?... una sombra»). Son citas que abren un poemario para el que el poeta construye un pórtico sobre los porqués de su quehacer poético que, resumiendo, tienen que ver con dar voz a los náufragos de la vida, uno de ellos el propio sujeto, que muestra su perplejidad ante el viaje que iniciamos al nacer «sin saber si nos lleva a alguna parte».

Crónica del desterrado se titula la primera parte. Es idea poéticamente fértil la de percibir la vida como destierro, la herida del tiempo que nos ha expulsado del paraíso o de la niñez, pero no hay crispación en Pujante, sino sereno pensar y el empeño de gozar de los pequeños detalles o momentos gratos de la vida. El poeta, cargado de experiencia y de reflexión, insta a pausar «el ritmo del placer cotidiano», a reavivar emotivamente la brasa del pasado en la memoria (aquel candor, aquel abrirse al mundo), a aprovechar los fugaces destellos del vivir, «lo eterno de un abrazo».

Siguen homenajes a poetas queridos como Brines, Juan Ramón Jiménez o Luis Cernuda, este último en un precioso poema en prosa en el que el sevillano desterrado en México y sintiéndose viejo ve exaltados sus sentidos y el deseo ante la realidad de «un figura humana joven y hermosa». Una tercera sección del poemario poetiza «estampas sobre la preconsciencia, sobre el don, sobre la iluminación», sobre el territorio del primer conocimiento del mundo, el del niño, cuando todo es verdadero. Es el adulto el que piensa en aquellos momentos de descubrimiento del gozo, el que se pregunta qué fue de la puerta que se abrió a la existencia plácida, el que busca inútilmente «la luminosidad sin mancha de aquel tiempo», «el asombro primigenio» sofocado después por «tan solo vivir para el conocimiento, para la reflexión», sin sospechar que «el hombre es un dios cuando sueña y un pordiosero cuando reflexiona». Es la idea matriz del poemario. La parte final, pensativa y pesarosa, se llena de interrogantes sobre la vida, el tiempo y la muerte, para terminar invocando de nuevo la plenitud de vida de la niñez que aún alienta y reconforta.