Diario de León
Publicado por
nacho abad
León

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Tras un largo tiempo aislado, he salido del refugio y he bajado por el camino hasta la carretera. Los miércoles llega el coche con la valija del correo, y me he quedado en el arcén, esperando. Enseguida, a lo lejos, oí el sonido de un motor que se acercaba. Cuando dobló la curva, vi que se trataba del todoterreno de los guardas forestales. Pasó y todo volvió a quedar en silencio, si es que se puede llamar así a lo que se escucha cuando solo se oye el bosque. Después comencé a dudar de que hoy sea miércoles. He perdido la cuenta de los días. ¿Existen siquiera aún los miércoles? Quizás ya todo el tiempo sea una masa uniforme que devora los acontecimientos y los regurgita de nuevo, un tiovivo de caballos salvajes y furiosos. ¿Cuándo fue miércoles por última vez? Aún lo recuerdo. Había escrito a mi familia para decirles que tardaría en volver a dar señales, que no se preocuparan. Buscaba una bestia que solo vive en este bosque. Antes bajaba todas las semanas para comunicarme con ellos. Pero poco a poco fui espaciando las cartas. Cada dos semanas, cada mes. Dos veces al año. Ahora soy demasiado viejo, pero eso no importa porque el tiempo ya no existe. Bajo caminando por la carretera hasta la entrada del pueblo. El asfalto está mojado porque va a llover. En los bajos del primer edificio que encuentro, hay una lavandería. Entro y miro mi reflejo en el cristal del tambor de una secadora. Proyecta mi imagen al revés. Soy un murciélago que duerme colgado de un árbol. Hay revistas y periódicos antiguos en el revistero. Me pregunto si narrarán sucesos que acontecieron o predecirán los que están por llegar. Tampoco encuentro ninguna diferencia. Catástrofes ambientales, guerras crueles, crímenes horrendos. Mientras ojeo un periódico descubro que mis manos me producen vergüenza. Mugrientas y afiladas, se han convertido en las garras de un animal. Abro el grifo de la pila y las lavo. El agua que se va por el sumidero no es marrón como la tierra, sino roja como la sangre. Oigo un ruido y me giro. Un niño me mira. «¿Qué día es hoy?» le pregunto. No me contesta y huye. Le sigo pero no le alcanzo yo a él sino él a mí porque el tiempo ya no existe. Solo existe en mi refugio, de donde ya casi nunca salgo. Allí vuelvo a esperar a la bestia que estoy buscando.

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