Diario de León
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nacho abad
León

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Tampoco es tanto pedir», dijo. Luego se descalzó y metió los pies en el agua. ¿Qué hacíamos aún allí? Nuestros amigos ya se habían ido. Les pedimos que se adelantaran. Todavía teníamos que recoger nuestras cosas. Quedamos en encontrarnos en la estación o en el aeropuerto. Pero se nos hizo tarde y decidimos pasar una noche más. A la mañana siguiente nos despertó el graznido de los cuervos. Por las ventanas sin persianas se colaba la luz asiática de la mañana, que nos mordía los párpados. Nos levantamos hambrientos. Teníamos?frío. Nos envolvimos los dos en una sola manta y salimos al bosque. Una nube de mosquitos hacía guardia frente a nuestra puerta. «¿Por qué no recogemos y nos largamos de una vez?», dije. Ella me robó la manta y se sentó sobre los peldaños de cemento, cubiertos de musgo. Con gesto de asco señaló al suelo. Al fijarme, descubrí que la turba orgánica se movía por la tracción de los insectos. Por un efecto óptico, parecía que nos arrastraban con ellos. «La tierra se mueve alrededor del sol y este bosque alrededor de la tierra», dijo. «Basta con que nos quedemos quietos para volver a casa». Luego guardó silencio, sin levantar la vista del suelo. «No quiero volver casa», dijo. Entré de nuevo en la cabaña y busqué comida. No encontré más que unas botellas de agua vacías. Tampoco quedaba café ni leña. Sobre la mesa de la cocina un ratón comía migas secas de pan. Salí y ella ya no estaba. Caminé algunos metros gritando su nombre. Al llegar al río la encontré junto a la orilla. Rozaba con los dedos la superficie del agua. «¿Por qué no volvemos ya? Tengo hambre», dije. «Ya estamos volviendo», contestó. Se puso de pie y se frotó las sienes con la mano húmeda. «El río está quieto. Es el bosque lo que se mueve». La abracé y sentí su cuerpo caliente. Tenía fiebre. Volvimos a la cabaña. Se acostó y durmió todo el día y toda la noche. Yo también dormí. A la mañana siguiente estaba solo cuando desperté. Salí y la busqué hasta encontrarla de nuevo junto a la orilla, sentada. «¿Estás bien?», pregunté. Me miró. Parecía haber llorado. Me arrodillé junto a ella. «No quiero volver aún», me dijo. «Solo necesito quedarme un poco más aquí. Tampoco es pedir tanto». Se descalzó y metió los pies en el río. No dije ni una palabra mientras la veía hundirse.

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