CARLOS SUÁREZ | PERIODISTA Y ESCRITOR
«‘Vermeil’ rompe el pacto de lo cierto entre lector y autor»
Para un periodista convencido de que las verdades absolutas no existen, qué mejor camino que el de la literatura para rozar la verdad en la ficción. Donde esté la paradoja que se quite la certeza. Aunque en Carlos Suárez (León, 1961) puede decirse que el periodista es antes que el escritor, da más la sensación de que aquel joven que bajaba la cuesta desde Cipriano de la Huerga al Instituto Padre Isla imaginaba libros, historias, tramas, más que soñar con aquello de ser un triste notario de la actualidad. A León le une su madre, Noli González, y sus hermanos. Pero hace ya tanto tiempo que vive en Madrid que confiesa que apenas hay hilos literarios que le unan a León. Tal vez, Vermeil, la novela que ahora presenta de la mano de Eolas, la editorial de Héctor Escobar, le obligue a reconectar. Lo que parece seguro es que a Suárez le emociona más sumergirse en una gran historia, leyéndola o escribiéndola. E incluso, ya en ella, imaginarse otra versión en un futuro imposible o inventado. Y ahí empieza su literatura.
—¿Qué es ‘Vermeil’?
—Vermeil es en principio una novela de espías: Max Leduc, un escritor que publica bajo seudónimo, es reclutado por la Resistencia Francesa para hacer algo que nadie puede hacer mejor que un novelista: dar verosimilitud, visos de realidad, a Vermeil, alguien que, en realidad, no existe, con el objetivo de engañar a los servicios de Inteligencia del III Reich. Ese es el arranque. Luego la trama se va complicando.
—Vuelve para ambientar la novela al París ocupado de ‘Una mujer en Pigalle’.
—Sí, una ciudad y una época que me fascinan, y una ambientación que me ha permitido recuperar de forma tangencial a la protagonista de Una mujer en Pigalle, Monique Marais. Es una pena que, ya con la novela terminada, cayera en la cuenta de que el León de la Legión Cóndor en los meses previos al bombardeo de Gernika, en abril de 1937, hubiera sido un escenario perfecto: una ciudad que uno se imagina entonces llena de espías nazis y aliados.
—‘Vermeil’ está inspirada en algunos acontecimientos históricos.
—Sí, de alguna manera está inspirada en la operación Mincemeat, un plan que llevaron a cabo en abril de 1943 los servicios secretos británicos, con una idea simple: tirar al mar frente a la costa de Huelva el cadáver de un supuesto comandante de los Royal Marines —William Martin— que llevaba documentos secretos para hacer creer a los alemanes que el desembarco aliado en el sur de Europa se produciría simultáneamente en Cerdeña y en Grecia y no en Sicilia, como sucedió. Pero lo que me interesó de ese hecho no fue en sí el engaño, sino lo que los británicos metieron en los bolsillos del cadáver de William Martin: un juego de llaves, entradas de teatro, un aviso en el que su banco le reclama una deuda de 17 libras e incluso la carta de amor de una supuesta novia llamada Pam, acompañada de una fotografía para la que ha posado una funcionaria del MI5. Colocaron todo el atrezo necesario para dotar de credibilidad a William Martin; lo mismo que ha de hacer Max Leduc, para dar vida a un Vermeil inexistente. Algo similar hizo el espía español Joan Pujol, alias Garbo, que consiguió crear una red de 27 espías imaginarios con vidas y nombres ficticios; cada uno con su propia personalidad e historia.
—Max Leduc hace eso mismo en la novela: crear personajes inventados que arropan o dan cobertura al ficticio Vermeil.
—Sí. Crea también personajes ficticios para tratar de dar verosimilitud a su engaño y es ahí donde se produce el primer salto entre niveles de realidad. Luego son los personajes de las anteriores novelas de Leduc los que empiezan a colarse en la trama hasta hacer prácticamente indistinguibles realidad y ficción.
—En todas las novelas de intriga se escamotean datos al lector o se dilata el momento en el que ha de resolverse el misterio. Lo curioso de ‘Vermeil’ es que aquí se hace conscientemente, de cara al lector.
—Sí. De algún modo al tiempo que se narra la acción se va mostrando el mecanismo de la intriga. Se confiesa al lector, por ejemplo, que el personaje fuma, se da la vuelta, se sienta, etc. únicamente para hacer tiempo, para alargar el capítulo, para diferir, retrasar el momento en el que se resuelve la intriga. Puede que además haya algo de crítica —y autocrítica— hacia el modo en el que la novela actual abusa de elementos, en general muy simples, para crear intriga. En cualquier caso quería que el lector se sintiera como el espectador de una obra de teatro que ve la tramoya que se oculta detrás de una representación, al que se le muestran los decorados, haciendo evidente que son de cartón-piedra; que los vestidos de los personaje son atrezo. Creo que es en una película de Fellini, no sé si La nave va o Casanova, donde aparece un mar hecho con plástico que quiere ser eso: un mar hecho con plástico.
—¿No resta magia mostrar los trucos?
—Sabemos que un prestidigitador usa cajas con doble fondo, espejos, chisteras trucadas. Eso no le resta magia a un número de prestidigitación, sigue fascinándonos. Supongo que aquí, con la literatura, ocurre igual.
—Recurre a un narrador interpuesto para contar la historia. ¿Era necesario?
—Sí. Era preciso que fuera así, que alguien narrara, fuera refiriendo en estilo indirecto la historia, en este caso glosando la novela que escribe Leduc. Era el modo de ir contándole al lector lo que sucede y al mismo tiempo obtener esa distancia que permite reflexionar sobre la propia novela.
—Las correcciones que Leduc va realizando en su novela permiten incluso que en determinados momentos de la trama lleguen a suceder hechos incompatibles (una misma cosa y su contraria) y no sepamos en realidad qué ha ocurrido.
—Sí. En teoría, lo que una novela narra ha de ser unívoco, cierto, indudable. Ese es el pacto entre quien escribe y quien lee, lo que hace que el lector renuncie a su incredulidad y se crea una historia. Vermeil rompe, sin embargo, en distintas ocasiones ese pacto, esa convención; sucede al tiempo algo y lo contrario, y hasta cuatro versiones de un mismo hecho. Creo que el lector es capaz de admitir, superar algo así sin problemas. En la vida real muchas veces no sabemos como han actuado terceras personas, qué ocurrió en realidad, y eso no nos impide sobrevivir.
—«La lluvia del París con aguacero que trasparenta el vidrio», «un déshabillé de su dueña tal vez olvidado», «la criada que lustra a fregona el lugar de la mancha».. el texto está plagado de guiños literarios, en este caso Vallejo, Bécquer, Cervantes...
—Sí. Hay decenas a lo largo del libro. Unos más obvios, como esos, y otros más matizados. Son eso, guiños, homenajes literarios espolvoreados en la trama.
—La novela incluye también decenas de palabras inventadas (alterofilia, tradesnuda, erme, ocua ) y hasta fragmentos enteros: «Sus manos tactan ansiávidas la sobretela, dedosean altrás del trapaje las morfas senoides y ubrérrimas. Los fíngueros rozasoban las masteccimas que retrémulan culebreptadas por el palpatiento que las manosoba ».
—Sí. Incluye fragmentos en un lenguaje inventado, lo que sería el glíglico o gíglico de Cortázar en el capítulo 68 de Rayuela. Es una forma de jugar con la capacidad evocadora del lenguaje: inventar un idioma que el lector traduce sin ninguna dificultad, mostrando la enorme capacidad para sugerir o connotar que tiene la lengua.
—En la novela hay además mucho erotismo...
—Sí. Tengo cierta afición al tema y está presente en todas mis novelas, pero además creo que es un ámbito en el que resulta más fácil el juego con el lenguaje, por la necesidad de sugerir o velar, o por la ambigüedad y los dobles sentidos que han rodeado siempre al sexo.
—‘Vermeil’ es una novela alejada de lo habitual, incluso arriesgada.
—Creo que la intriga atrapa a lector de principio a fin, pero es cierto: no es solo una novela de espías, quiere ser una reflexión sobre la literatura: la magia y los trucos de la narración, una reflexión sobre el lenguaje que haga detenerse al lector en el significado oculto de las palabras. En ese sentido creo que es una novela que puede gustar especialmente a amantes (y frikis) de la literatura.
—Al explicar su novela hay una gran intensidad narrativa en una historia de largo recorrido, y a la vez reserva energías para abordar lo literario. ¿Eso fue un plan premeditado? O surge mientras elabora la historia.
—Creo que se puede crear una historia capaz de intrigar al lector y a la vez escribir algo con, digamos, ambición literaria, que no son cosas incompatibles. Una novela no es buena simplemente por resultar fácil de leer, atrapar al lector, ser incluso adictiva… Pero —en el lado contrario— tampoco creo que una obra maestra de la literatura tenga que ser necesariamente plúmbea e ilegible. En el caso de Vermeil he tratado de compatibilizar las dos cosas: una intriga destinada a atrapar la atención del lector desde el comienzo y cierta profundidad narrativa que va complicando la novela, en este caso literariamente, a medida que avanza la historia. Ese era ya el propósito inicial.
—Incluso dice que hay algo de crítica sobre lo que se supone que es la literatura de ahora superventas, que funciona, pero se rige más por parámetros tan calculados... ¿En la literatura que lee, qué busca? O directamente como dicen algunos casi es mejor y a autores anteriores casi releídos.
—Vermeil parodia y critica (autocritica, en realidad) muchos de los elementos y trucos que se usan para crear y sostener la intriga, pero tampoco es una anatemización de los bestsellers o el género negro. Busco —supongo que como todo el mundo—, buenos libros, buena literatura, pero leo —como todos— literatura de género, superventas, nuevos autores. Releer es todavía mejor. Lo último, La tía Julia y el escribidor por tercera vez, que es como haber leído cuatro buenos libros.
—Entre el periodista y el novelista, que este es su caso, ¿qué surge? Hay entendimiento, conflicto, aprovechar algo de la condición de cada uno…
—El periodismo y la literatura cuentan historias y hay sinergias. En mi caso quizá lo más determinante es la idea de que la verdad no existe o no es tan evidente como aparenta, algo que el periodismo te enseña enseguida. Eso me ha hecho huir de los narradores omniscientes y tratar de reflejar los hechos desde puntos de vista distintos, mostrar el mundo de forma fragmentada, contradictoria a veces, que es el modo en el que la realidad se nos presenta.