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PABLO ANDRÉS ESCAPA, ESCRITOR

«Todos los cuentos son deudores de mi memoria de niño en la montaña leonesa»

El escritor leonés Pablo Andrés Escapa es Premio de la Crítica. ISABEL WAGEMANN 8

León

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Pablo Andrés Escapa acaba de publicar con Páginas de Espuma Herencias de invierno. Cuentos de Navidad, una obra ilustrada por Lucie Duboeuf que atesora diez relatos protagonizados por la epifanía y el espíritu de redención propios de la Navidad.

—Cuéntame cómo comienza el proyecto de hacer una obra de relatos de Navidad

—El origen está en un encargo ya lejano. Cuando María Luisa López-Vidriero dirigía la Real Biblioteca me propuso unas Navidades que escribiera un cuento para el boletín bibliográfico que hacíamos desde allí, Avisos. Dado el carácter académico de la publicación yo escribí un cuento navideño más atento a las bromas eruditas y a la invención de fuentes históricas que comprometido con algunos otros recursos a los que he prestado una atención preferente después. Digamos aspectos más vinculados a la caracterización de la voz que narra y entregados más francamente al oficio de emocionar y conmover que al de bromear con un enredo de libros falsos, o de noticias y personajes históricos inventados. Pero aquel intento inicial sirvió para seguir fabulando con la Navidad de fondo y hubo un momento en el que ya empecé a sentir que aquellos cuentos de invierno eran una cortesía debida también a un grupo de amigos que los leían al parecer con gusto, que incluso los esperaban cada diciembre. De manera que la escritura de estos relatos ha acabado siendo un modo de honrar la amistad de unos cuantos lectores cercanos. Herencias del invierno recoge una muestra de ese intento de conciliar fabulación y amistad con fecha periódica.

—He leído que has actualizado de algún modo las historias de Navidad que os contaba tu padre.

—Los argumentos de los cuentos de mi padre no tienen que ver con los míos. Pero sí es cierto que no puedo disociar el hábito de escribir un cuento navideño del recuerdo de mi padre contándonos a mis hermanos y a mí cuentos en Navidad. En realidad, nos los contaba todo el año pero los que correspondían a estas fechas eran específicos e incorporaban a las tramas figuras procedentes del relato evangélico. Entre esos personajes, los Reyes Magos tenían preferencia pero figuras menos evidentes, como el faraón de Egipto, eran presencias habituales, vinculadas unos y otro a la encarnación del bien y del mal. La lección más valiosa de aquellos cuentos yo la veo en un hecho que mi padre sabía lograr con una habilidad extraordinaria. En su voz la ficción se confundía con la realidad, mis hermanos y yo entrábamos como personajes por la fábula y durante los días que transcurrían entre Nochebuena y Reyes, teníamos la sensación de vivir en un mundo mágico, porque él hacía también que los protagonistas fabulosos de los cuentos entrasen en la vida. Esto lo lograba propiciando hallazgos de objetos que nos estaban destinados “desde Oriente”, cualquier pequeño regalo sin importancia o fabricando rastros que nos llevaba a comprobar: la pluma de un paje en la carbonera o una huella de un rey en la nieve. Todo este vaivén entre ficción y realidad alimentaba nuestra fantasía, a la que se incorporaba mi madre fingiendo asombros que también contribuían a afianzar nuestra credulidad en lo prodigioso.

—¿Hay alguien que haya narrado mejor la Navidad que Dickens? ¿En quién te apoyas además de en los cuentos de tu padre?

—No sé si Dickens es el mejor pero sí el más universal. Para mí lo extraordinario de su Canción de Navidad no tiene que ver tanto con la parte fantástica sino con la lección moral, envuelta en una poderosa fábula, que ofrece al lector sin caer en demasiadas complacencias ni sensiblerías. La gran verdad de Dickens es una muy generosa y radica en haber creado un personaje que despierta nuestro odio, pero al que el novelista no le niega la oportunidad de lograr una redención personal. Y que esta no la obtenga por milagro sino por conciencia. El relato de Dickens es también muy sabio en la administración de la melancolía, un sentimiento muy unido a lo navideño pero arriesgado de manejar sin caer en sentimentalismos. Y, por último, aborda el tema que acaso podamos identificar más absolutamente con los sentimientos agridulces que procura la Navidad: la pérdida de la inocencia. Si algo lamenta Mr. Scrooge es haber olvidado la felicidad que conoció de niño. Y es como si su salvación dependiese de recuperar aquella pureza que una vez tuvo. Mis referentes a la hora de escribir cuentos de Navidad son los mismos que a la hora de escribir cualquier cuento. Me reconozco en una tradición oral, elaborada, por supuesto, cuando se pone por escrito en una búsqueda de precisión en el lenguaje, en alcanzar un grado de intensidad perceptible en lo que se cuenta y en la construcción de atmósferas donde lo prodigioso pueda ser asumido con franqueza. Obtener ese consentimiento por parte del lector siempre exige un ejercicio de lenguaje que transforma lo narrado en algo verosímil por fabuloso o por sutil que sea.

—¿Qué tiene que tener un cuento de Navidad para que realmente nos acerque de verdad a los valores navideños?

—Yo diría que es fundamental que se ocupe de los valores humanos, que no tienen caducidad ni fecha intermitente en el calendario. Una ambientación navideña sin una transformación de las almas de los personajes en algo mejor de lo que eran cuando empezó el cuento, es solo un decorado. La transformación de un carácter, la posibilidad de que un gesto pueda redimir una existencia, la oportunidad que se le concede a un personaje de conocer una iluminación o de que le alcance una lucidez que antes no había conocido, una epifanía que puede venir derivada de un hecho maravilloso, y que acaba dando un sentido nuevo a su existencia, me parecen ilustraciones posibles de lo que le conviene a un cuento de Navidad.

—¿Hay cuentos sin magia?

—No hay cuento sin la fascinación de una voz. La magia es esa.

—¿Por qué necesitamos los cuentos para seguir adelante?

—Porque la fábula es parte de la vida. La imaginación no es ajena a la existencia y renunciar a ella es empobrecer nuestra naturaleza de criaturas con necesidades perpetuas de azar, de misterio y de prodigios. Esto lo decía Cunqueiro, que tiene más autoridad que yo.

—¿Alguno de los cuentos se desarrolla en escenarios leoneses?

—Todos los de ambientación rural son deudores de mi memoria de niño criado en un pueblo de la montaña leonesa. Un cuento como Nudos recrea incluso el ambiente de una cuenca minera, digamos la de Laciana para hacer justicia a mi biografía. Tengo menos tendencia a situar mis fábulas en la ciudad pero no se oculta, aunque no se nombre, que el escenario de Fuelle es la ciudad de León. No creo que los lectores tengan dificultades en reconocerlo. Pero, al margen topografías más o menos reconocibles, a mí me parece que el vínculo más notable con nuestra geografía en estos cuentos es verbal, una deuda con la oralidad. La voz en muchos de ellos es la de un narrador que cuenta como ha oído contar, es decir, que transmite una herencia de palabras. Esas maneras de presentar la fábula tienen que ver con el origen del cuento como un artefacto creado para la recitación, igual que la poesía, otro género destinado a los oídos. Y en ese mismo acuerdo está la petición de suspender los ánimos para escuchar que reclama todo fabulador. Entre nosotros, oficios propios del filandón. El fuego acompaña estas ceremonias de la palabra y disputa con ella por ganar la atención de los reunidos a su alrededor para escuchar. Fuelle es un ejemplo de tales oscilaciones entre las llamas y la voz que las levanta y las deja morir con su discurso.

—¿Cómo se ve León desde Madrid?

—Algo lejos. No lo digo solo por la distancia sino porque en Madrid se cree que la única realidad que cuenta es la suya. Madrid es autorreferencial para la mayoría de sus inquilinos. Las provincias, y más las que cuentan con un patrimonio natural vistoso, como la nuestra, acaban percibiéndose como parques temáticos a los que puede recurrirse para esparcir unos días.

—¿Eres lector de cuentos? ¿Crees que hay alguna diferencia entre el relato breve y la novela más allá de la extensión?

—Leo cuentos más que ninguna otra cosa. Siempre he disfrutado con ellos y siempre los he considerado el centro de la prosa. Antes que cifrar en una cuestión de tamaño la naturaleza de cada género, conviene fijarse más en los diferentes efectos que persiguen a través del manejo de determinados recursos. Entre los que comparten el cuento y la novela corta, yo destacaría la intensidad, la concentración del material narrativo, la concisión expresiva, la capacidad de sugerencia, así como una propensión más espontánea hacia el experimento formal. Al cuento, por encima de los otros géneros citados, le reclamo la necesidad de fascinar mediante las palabras. En la novela corta me parece fundamental contener las posibilidades de la dispersión. En esta media distancia es menos urgente alcanzar el desenlace que crear un ritmo al que no le perjudican algunos detenimientos. Tantas páginas como sean necesarias y tan pocas como sean suficientes, podría ser una buena guía para mantenerse en la disciplina de una narración corta o media que no quiera derivar en novela.

—¿Podría haber un cuento de Navidad en medio de la guerra?

—Claro. Recuerdo ahora mismo un microrrelato navideño de José María Merino ambientado en pleno frente. Y no es el único. La Navidad hecha literatura no está en las luces ni en la nieve. Está en la versión que se hace de las almas que esas luces iluminan o que esa nieve aquieta.

—El cuento de Auggie Wren es uno de los relatos navideños más hermosos que hay y, sin embargo, carece de espiritualidad. ¿Qué es la Navidad para ti?

—No me parece que una actitud como la compasión, que es la que alimenta este cuento, sea algo ajeno a la espiritualidad. O al menos a la existencia de una cierta sensibilidad de espíritu. Todo aquello que trasciende el puro materialismo para buscar lo más elevado de la condición humana entra en el terreno de la espiritualidad. El cuento de Navidad de Auggie Wren es espiritual en este amplio sentido, el de anteponer la humanidad de los personajes a las circunstancias que les corresponde vivir, por adversas que sean: la delincuencia, la pobreza o la ceguera en este cuento. En la Navidad encuentro un tiempo muy propicio para la ilusión. También para las evocaciones de aquellos días de la infancia. Los míos fueron, además de azules, blancos, que la nieve era frecuente entonces en mi valle. Desde que empecé a escribir cuentos navideños, la Navidad ha sido también cumplir con esa disposición a fabular que partió de un encargo y ha acabado derivando en costumbre. Sospecho que la prosperidad de la encomienda se debe a que propició que yo hiciera justicia con mi memoria de niño crecido oyendo cuentos. Por lo demás, los valores que aprecio en la Navidad tienen su arraigo en esa suerte de estado de ánimo que nos inclina hacia la bonhomía y a la recuperación de una inocencia esencial. Todo ello en el trasfondo de esa alucinación colectiva animada de luces y de ruido pero en la que es posible reconocer gestos y actitudes que certifican que lo más digno de la condición humana, que también suele ser lo más callado y lo más secreto, alienta aquí y allá. El propio relato evangélico del Nacimiento lo sugiere, con su versión de aquellos días de Belén en la que, bajo la poderosa luz de un cometa, se exalta lo humilde y lo inocente pero envuelto en paños que admiten lo maravilloso. A mí siempre me han atraído las razones de lo modesto y que el portento pueda aliarse con ellas para transformar en grande lo pequeño.