ENTREVISTA
«Vivir es un paréntesis en un relato que no escribimos»
Avelino Fierro no defrauda nunca. Con su conocida voz poética aborda Días sin rostro , una obra en la que evoca el recuerdo y el poso de la memoria junto a los autores que cimentan la cultura.
—Le dedicas el libro a tu padre. ¿Qué nos pasa cuando dejamos de ser hijos?
—Lo que pasa es que se agolpan los recuerdos, las imágenes, y vemos que vivir es un paréntesis en un relato que nosotros no escribimos. Sí, aquellos días volvían de manera insistente sin rostro, su sonrisa, sus gestos, sus palabras. Palabras del campo, maneras de señalar en el cielo el vuelo de las aves, cómo le gustaba hacer equilibrios en la bicicleta. Yo lo tenía más cerca en los meses de verano en el pueblo. En la ciudad todo se diluía. Pero hace poco miraba unas fotografías familiares y allí volvía a verlo con mi madre, de novios, con los mozos del pueblo, con la Vespa. Todo tiene un aroma de felicidad sin aspavientos. Y yo me sentía más arropado. Ahora hay una especie de vacío. Lo real se diluye entre sus representaciones, el fetichismo, el espectáculo. Y de aquellos días de la infancia nos llegan acordes que hacen menor esta extrañeza, este desamparo.
—Uno de los episodios (yo leo el libro como una novela) habla de lo que te ocurrió con un niño al que la vida le atrapaba sin cuartel. Nunca me has contestado esta pregunta. ¿Cómo te influyen las historias de la fiscalía en tu vida?
—En lo que llevo escrito influye en poco o nada, no llevo la oficina al papel. Y es cierto que hay historias casi a diario que pueden tener un desarrollo literario, pero a veces son sociología pura y dura o anecdotario. Dije una vez, en otra entrevista, que el tiempo verbal de lo jurídico es el gerundio, y el de la creación literaria está en el subjuntivo, en el que se emplea para expresar una acción como dudosa, deseada, posible. En esos grises está lo literario. Pero te voy a contar un secreto, una primicia, como decís vosotros. He empezado a escribir en un cuaderno unas historias que he titulado Vida de jurista . La anécdota está en que me invitaron a la fiesta de la Facultad a finales de enero y me decían que era una de las personalidades de la ciudad vinculada al Derecho. Yo siempre me había tenido por un funcionario, me he enterado de que soy un jurista después de llevar ejerciendo cuarenta años. Y claro, en una semana he llenado unos cuantos folios con sólo dedicarle unos minutos a diario. No sé si servirá para algo.
—Walden, Thomas Mann, Walter Benjamin... ¿Por qué tienes tanta querencia con los autores de este periodo en particular?
—Thoreau tiene frases como esa que cité en mi libro La belleza del caminar: «Durante muchos años me nombré a mí mismo inspector de tormentas, de nieve y lluvia». Es un observador de la naturaleza y de los días que pasan, como muchos de nosotros, escribamos o no. También me gusta cuando habla del poeta que lo visita en su casa en los bosques. Dice que un granjero, un cazador, un soldado, un periodista, incluso un filósofo, podrían acobardarse, pero nada puede detener a un poeta que obra por amor puro. ¿Mann? No sé. Estaría leyendo en esas fechas La montaña mágica. No es uno de mis autores más frecuentados. De Walter Benjamin diré todo lo contrario. Lo había leído hace tiempo, pero en octubre de 2021 acompañamos a Cecilia Orueta a Ibiza, porque ella haría después ese libro de fotografía hermosísimo sobre la isla y el filósofo. Y volví a él con tantas ganas que casi puedo decir que soy un experto benjaminiano.
—Buscas la belleza en los lugares más insospechados, sitios a los que nadie presta atención. ¿De verdad nunca dejas de husmear en los detalles de la vida?
—Pues es algo no buscado. Hace poco me escribía Gustavo Martín Garzo para decirme que había empezado a leer Una semana particular, que es la separata que acompaña a Días sin rostro, y no había podido dejar de leerlo porque tengo una vida tan interesante que él envidia las cosas que me pasan. Le respondí que no hago sino ir de un lado para otro en una ciudad provinciana y conservadora en la que no ocurre nada. Pero si te pones a escribir, puede que vayas con los ojos más abiertos y descubras algún brillo en algo que para muchos está ya ajado. Y tratas de ponerle adjetivos. Ya me gustaría hablar como Josep Pla de unas luces pobres del puerto que tienen un resplandor aguado y rancio. La mayoría de los días poseen un movimiento oculto, nada transparente, que hay que tratar de captar. Mira, Benjamin tiene una expresión que le va bien a esto, habla de la «percepción distraída». También decía Amiel que las impresiones más delicadas son las más fugitivas, si no las cazas al instante se evaporan.
—¿Cuándo consideras que un día se ha malogrado?
—Para la escritura, aquel en que te sientas frente al papel en blanco y no se te ocurre nada. Pero, aunque parezca presuntuoso, no suele sucederme. Casi todo lo que escribo aparece un poco de corrido; puede que sea porque escribo sobre insignificancias. Y los días —la vida— siempre te dicen o te susurran algo. Imagino que si escribiera una novela, si me peleara con «la odiosa premeditación de la novela», como decía Umbral, luchando con la trama, los personajes, el detalle, las situaciones, el punto de vista… quizá no iría más allá del primer párrafo.
—Tú no recuperas el tiempo perdido sino que siembras cada momento con el tiempo de la poesía. ¿Alguna vez piensas en ti mismo como un Cronos que devora belleza?
—Me gusta ese Cronos tuyo que en vez de comerse a sus hijos, devora belleza. Pero me gustaría ser más el Cronos que controla el tiempo. A ninguno de los dos me parezco. Mi personaje para tratar de hacer que algunas cosas sobresalgan, que emerjan con cierto brillo, es mucho más modesto, no es un dios, es un murciélago. Pero es ese murciélago del que habla Brodsky, equipado con el radar que suelen llevar los poetas. El pensamiento y la atención tienen que funcionar en un ámbito de 360º para intentar amarrar el ritmo de la vida, que es tantas veces opaco o irregular. Y tratar de sintetizarlo.
—Díme qué es lo que más echas de menos en tus paseos nocturnos respecto a lo que veías hace 30 años.
—Sobre esto ya he dicho o escrito, quizá demasiado. Y no sé si gano o pierdo amigos. Muchos me dicen que están de acuerdo en cómo describo el maltrato a la ciudad, la falta de sensibilidad y la incultura de los responsables que autorizan negocios de hostelería en lugares monumentales o históricos, ruidos excesivos y luces de puticlub en todas partes, en el suelo, en las calles, en el vuelo… «Nada detiene la hemorragia del aura», escribía un autor en un libro sobre conservación y desarrollo de ciudades históricas. Da la impresión de que les avergüenza el pasado, que la ciudad vieja les parece de pobres. Esto era un poblachón medieval con cierta identidad; ahora ya no es nada. Mira cómo están Los Cubos, con esos bancos imposibles y esas luces absurdas. A los técnicos a los que se les ocurrió, que parecen tener cierto horror vacui, les regalaría El elogio de la sombra, de Tanizaki. Hace unos días estuvimos en Mansilla, y la muralla está iluminada de forma más acorde con el entorno, sin encastrar los focos en mazacotes de granito que no se llevan nada bien con la discreción y el buen gusto.
—¿No te sientes un poco culpable por disfrutar tanto de la cultura? ¿No te apiadas de los menesterosos para los que no hay un lugar en ese paraíso?
—¿Qué tontería es esa? Claro que si fuera un poco avispado haría ahora algo de marketing y diría: «Si quiere ser feliz, compre usted mis libros». En las primeras páginas de Días sin rostro hago una defensa de la lectura y de la literatura como formas de contribución a una vida más buena. Decía Montaigne que el hombre culto vive mejor, y Bloom insistió siempre en que la lectura atenta y constante desarrolla plenamente una personalidad autónoma. Nos hace más resistentes a la estupidez y a la violencia, nos libera de discursos idiotas, nos hace más tolerantes. Claro que hay que ver lo que se lee, porque hay mucho lector Peter Pan que no sale del folletín, del best seller rosa y de los ambientes de espada y brujería. Ah, y no quiero todo para mí solo. Voy dejando migas en mis recorridos por la ciudad y por los libros, cualquiera puede seguir el rastro o venir conmigo, aunque me guste más la soledad. Parece que es necesario para esto apartarse de los otros, para encontrar mejor esos detalles que son como notas al pie del libro de la vida.
—¿A quién te diriges cuando escribes, a los poetas o a las mujeres?
—¿Dónde está la belleza? ¿Qué es lo que vamos buscando, para quién escribe uno? Decía Piglia, con mucha gracia, que se puede escribir para mujeres divorciadas de entre cuarenta y cincuenta años, para los jóvenes, para uno mismo. Que eso es difícil de contestar, que si se conociera la respuesta, se sabría qué cosa es la literatura. Mi novela, perdón, mi diario, ha recibido elogios en estos últimos días de un corredor de seguros, de una señora casada de Las Grañeras, de un psicólogo de Valladolid… Incluso de dos amigos que son excelentes escritores, Antonio Manilla y José Luna Borge. Estoy esperando a ver qué dicen mis hijos.
—Debería haber en León más lugares que recordaran el campo de concentración que fue hace bien poco ¿No te parece?
—Ese pasado trágico lo rememoran Gamoneda y Crémer en sus Memorias. El libro de Crémer está editado en Burgos y no recuerdo ahora su título. Manuel Fanjul también ha escrito sobre esa época. Y Manuel Martín tiene esas fotografías en blanco y negro de los años de plomo. Yo tengo escrito en Días sin rostro un cuento sobre ese tiempo. Es necesario que ese pasado y el recuerdo de los que sufrieron no se extinga.