Reportaje
Frases lapidarias: «Si no viví más, es porque no me dio tiempo»
Escritores célebres dejaron un último mensaje en su tumba, una nota de suicidio o despedidas inolvidables
Es uno de los lugares con más escritores por metro cuadrado. Se trata del cementerio de Père Lachaise. En este camposanto parisino están enterrados personajes tan conocidos como los cantantes María Callas, Édith Piaf y Jim Morrison, políticos como Juan Negrín, presidente de la República en el exilio, y escritores como Proust, Balzac, Apollinaire o el premio Nobel Miguel Ángel Asturias. Entre las 70.000 tumbas se encuentra la del dramaturgo leonés Armando Llamas. Un auténtico ‘Parnaso’, en el que destacan las últimas moradas de Balzac, La Fontaine, Molière, Oscar Wilde o Rodenbach.
Algunas lápidas tienen esculpidas sus últimas palabras. Un ‘testamento’ que, en muchos casos, refleja el genio y figura de sus protagonistas. El epitafio debería ser considerado un género literario, como las gregerías o los haikus. Frases grabadas en las tumbas o pronunciadas por autores célebres antes de expirar su último aliento. Tristes, filosóficas o humorísticas, como la de Miguel Mihura: «Ya decía yo que ese médico no valía mucho....». El 28 de mayo se cumplirá el primer aniversario del fallecimiento del dramaturgo Antonio Gala, que escribió para su epitafio: «Murió vivo».
En la tumba del gran director de cine Billy Wilder reza una frase que alude al final de su obra maestra Con faldas y a lo loco : «Soy escritor, pero, claro, nadie es perfecto». También con humor se despidieron la escritora norteamericana Dorothy Parker —«Perdonen por el polvo»—; la poeta Emily Dickinson —«Me llaman»—; Gloria Fuertes —«Ya creo que lo he dicho todo»—; o Jardiel Poncela —«Si queréis los máximos elogios, moríos». «Aquí yace Molière, el rey de los actores. En estos momentos hace de muerto y de verdad que lo hace bien», se lee en la lápida del autor de El avaro, El médico a palos o El enfermo imaginario. Ramón Menéndez Pidal, uno de esos personajes inabarcables, padre de la filología hispánica, recorrió los campos leoneses cosechando palabras. En 1906 publicaba su célebre y extenso artículo El dialecto leonés, donde, por primera vez en la historia, ofrecía una visión completa y científica de un dominio lingüístico que correspondía en lo territorial (y en gran parte lo sigue haciendo) con el Reino de León, desde Asturias al norte de Extremadura. Profesor, escritor y director de la RAE durante 34 años, confesó minutos antes de fallecer: «Qué lástima morirse, cuando queda tanto por leer».
El último viaje
«Y cuando llegue el día del último viaje / y esté a partir la nave que nunca ha de tornar, / me encontraréis a bordo ligero de equipaje, /casi desnudo, como los hijos de la mar», escribió Antonio Machado, a quien la muerte le sorprendió en Colliure, camino del exilio, tras el final de la Guerra Civil. Así lo describe Ian Gibson en Los últimos caminos de Antonio Machado : «Cruzó la frontera en condiciones espantosas, junto a miles y miles de personas, bajo la metralla de aviones alemanes e italianos matando a gente inocente mientras huía. Fue un espanto, y su madre estaba medio muerta».
El premio Nobel Camilo José Cela eligió como epitafio una máxima latina de Persio: «Quien resiste, gana», que el escritor gallego había convertido en su filosofía de vida. En su libro La colmena — llevada al cine por Mario Camus en 1982— hay una escena famosa en la que los tertulianos de un café descubren que las mesas de mármol del local son en realidad lápidas dadas la vuelta.
Los escritores nunca mueren; únicamente, los olvidados. Borges llevaba residiendo tres meses en Ginebra cuano falleció, el 14 de junio de 1986, a causa de un enfisema pulmonar. Borges, en cuyo epitafio dice «Y no tengan miedo», dictó poco antes de su muerte un cuento. Se trata de un episodio familiar que le reconcomía. La historia de Silvano Acosta, un hombre que fue ejecutado por orden de su abuelo paterno, el coronel Francisco Borges. El escritor encontró el papel firmado por su abuelo con la orden de ejecución al desertor de manera casual en una subasta pública.
Un entierro esperpéntico
El funeral de Valle-Inclán, como no podía ser de otra manera, fue esperpéntico. Ese día había llovido a cántaros y el suelo del cementerio era un barrizal. Un espontáneo —un joven exalatado que fue fusilado unos meses después en la Guerra Civil— se abalanzó sobre el féretro, con la intención de arrancar el crucifijo, que no le parecía apropiado para el autor de Luces de Bohemia . Con tal mala suerte que resbaló y se precipitó a la fosa con el ataúd y, entre las tablas rotas, pudo ver la cara del finado. La mujer de Valle-Inclán, la actriz leonesa Josefina Blanco, le sobrevivió veinte años.
Gabriel García Márquez no solo escribió Los funerales de la Mamá Grande , sino que soñó con el suyo propio. Lo relata en el prólogo de sus Doce cuentos peregrinos: « Soñé que asistía a mi propio entierro, a pie, caminando entre un grupo de amigos vestidos de luto solemne, pero con un ánimo de fiesta. Todos parecíamos dichosos de estar juntos. Y yo más que nadie, por aquella grata oportunidad que me daba la muerte para estar con mis amigos de América Latina, los más antiguos, los más queridos, los que no veía desde hacía más tiempo. Al final de la ceremonia, cuando empezaron a irse, yo intenté acompañarlos, pero uno de ellos me hizo ver con una severidad terminante que para mí se había acabado la fiesta. ‘Eres el único que no puede irse’, me dijo. Sólo entonces comprendí que morir es no estar nunca más con los amigos».
Clarín, conocido por su obra cumbre La regenta, escribió un extraño cuento titulado Mi entierro, en el que el autor se entera de que está muerto por su criado Perico. «Sobre la cama, estirado, estaba un cadáver. Miré. En efecto, era yo. Estaba en camisa, sin calzoncillos, pero con calcetines...».
Una tumba con Blasco Ibáñez
También el autor de Cañas y barro tuvo un funeral sonado. El 29 de octubre de 1933 llegaron los restos de Blaco Ibáñez a Valencia. La protagonista del sepelio fue una senyera que había pertenecido al médico y amigo de Blasco Ibáñez Ricardo Muñoz Carbonero. La bandera cubría el ataúd. El diario Pueblo en el relato del funeral cometió una errata inolvidable. Tituló la noticia: «Enterraron a Blasco Ibáñez con la señora de Muñoz Carbonero».
La muerte es un tema presente en la literatura, especialmente, en la poesía. Quevedo, pasó aciagos años encerrado en una mazmorra en León, entre los muros de San Marcos, entre 1639 y 1643. por sus furibundos ataques al conde-duque de Olivares, valido del rey. El autor de El buscón describió así San Marcos: «Tiene más traza de sepulcro que de cárcel». Quevedo falleció dos años después de abandonar la lúgubre prisión. Tuvo tiempo de escribir un epitafio a Góngora: «Este que, en negra tumba, rodeado de luces, yace muerto y condenado, vendió el alma y el cuerpo por dinero, y aun muerto es garitero; y allí donde le veis, está sin muelas, pidiendo que le saquen de las velas».
Eugene O’Neill, autor de Largo viaje hacia la noche , falleció de neumonía y sus últimas palabras fueron un certero resumen de su vida: «Lo sabía, lo sabía... Nací en una habitación de hotel y moriré en una habitación de hotel».
Hay mucha literatura sobre las despedidas de escritores célebres. «Las últimas palabras son para estúpidos que todavía no han hablado lo suficiente». Eso es lo que supuestamente dijo Karl Marx en su lecho de muerte cuando su criada le instó a que dijera sus últimas palabras.
«Una vez más he intentado suicidarme. Esta vez, mojándome la nariz para meterla en el enchufe de la luz. Desgraciadamente, se ha producido un cortocircuito y solo he conseguido que explotase la nevera», relata con su peculiar humor Woody Allen en uno de los cuentos de Sin plumas.
Stefan Zweig escribió miles de líneas, pero las más recordadas fueron las últimas. Su nota de suicidio. El 22 de febrero de 1942 apareció muerto en la cama junto a su esposa en Petrópolis (Brasil), donde el matrimonio llegó huyendo de los nazis. Los encontraron abrazados en el lecho. Habían tomado una gran dósis de barbitúricos. La nota de Zweig decía: «¡Saludo a todos mis amigos! ¡Ojalá lleguen a ver la aurora tras esta larga noche! Yo, excesivamente impaciente, me adelanto a todos ellos».
Como dice el epitafio del Marqués de Sade: «Si no viví más, es porque no me dio tiempo».