Diario de León

Entrevista

Juan Pedro Aparicio: «La monarquía leonesa fue el primer eslabón del feminismo»

El escritor leonés Juan Pedro Aparicio en el Palacio Real de Madrid. RAQUEL P. VIECO.

León

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Juan Pedro Aparicio presenta mañana en el Instituto Leonés de Cultura la novela El sueño del emperador , un tapiz sobre la España del siglo XII en la que traslada al lector a la Europa que se conjuró contra el monarca leonés Alfonso VII. El norte intransigente y bárbaro trataba de acabar con la convivencia de las tres culturas y convertir la Península en el campo de batalla de la Cruzada de francos y germanos. Un reino auspiciado por las leyes se enfrentará al dogma de un Papado que hizo todo lo posible por destruir la era del emperador leonés.

Portada de la novela publicada por Eolas

Portada de la novela publicada por EolasDL

—¿Cómo situaría ‘El Sueño del Emperador’ dentro del género de la novela histórica?

—Esta es la primera de una trilogía que llamo episodios nacionales del siglo XII. Esa referencia a la obra de Galdós supone una guía y también un compromiso. El maestro canario pudo oír relatos de la boca de ancianos contemporáneos de algunos de los sucesos narrados. En mi caso, al irme tan lejos en el tiempo como el siglo XII, eso no me era posible, de modo que el estudio y la investigación han sido obligados, lo que por otra parte me ha hecho disfrutar enormemente. He tenido la sensación de entrar en terrenos hasta ahora vedados o voluntariamente ignorados. Quiero decir con esto que he cuestionado los lugares comunes de nuestra historiografía tradicional, tantas veces mera propaganda ideológica, para tratar de llevar una luz a los puntos más controvertidos y falsarios que han venido circulando entre nosotros durante siglos. El Sueño del emperador no es una novela de aventuras ni de espadas ni de batallas más o menos feroces y cruentas —que eso es hoy la llamada, impropiamente, novela histórica—, aunque algo de ello hay en sus páginas. Por un lado fluye en ella lo estrictamente novelesco, la fuerza motriz que hace avanzar la lectura y por otro el contexto de un enorme rigor histórico. Creo haber escrito una verdadera novela histórica en la pauta de los episodios nacionales de Galdós, quien —según escribo en el prólogo— supo trazar con mano maestra una linea de ficción que navega sobre los hitos históricos como el barco sobre las aguas. El Sueño del emperador es una propuesta muy seria de iluminar una época muy poco conocida pero que fue decisiva para España y, por supuesto, para el Reino de León, que era, no lo olvidemos, la fuerza peninsular dominante.

—¿Por qué precisamente el siglo XII?

—Es un siglo crucial para España y para Europa y por supuesto lo fue para el Reino de León, cuya precipitación hacia la práctica irrelevancia tiene su raíz en lo ocurrido entonces. Charles Homer Haskins, el primer medievalista norteamericano, calificó a esta centuria como la del Primer Renacimiento. Y creo que no exageraba. Las centurias que siguieron a la llamada invasión de los bárbaros supusieron un fuerte retroceso cultural. Los griegos, por ejemplo, conocían la esfericidad de la Tierra, mientras que para la Europa refundada por Carlomagno, la Tierra era un disco plano. Y Carlomagno fue el primer emperador del Sacro Imperio Romano Germánico, ungido como tal por el papa de Roma. Y no es hasta finales del siglo XI cuando algunos espíritus europeos sienten el deseo de recuperar el conocimiento de los clásicos y ponen su mirada en España, pero en la España musulmana: en Córdoba, en Sevilla, en Zaragoza, en definitiva en al Andalus. Y también en Toledo, ocupada desde finales del XI por el rey leonés Alfonso VI, lo que fue decisivo para la política que siguió a partir de entonces.

—La novela se configura como un thriller en el que el asesinato del hijo de Alfonso VI es el nudo alrededor del cual gira todo lo demás. ¿Hay certezas históricas que así lo corroboren?

—En mi opinión se trata de un magnicidio, pues el fallecido era el heredero del trono leonés. Y su padre, Alfonso VI, se había intitulado Emperador de las Dos Religiones, lo que es clave para entender lo que pasó. Por un lado, vemos en Alfonso VI una notable naturalidad para convivir con el otro, y el otro, en aquella España norteña, era el musulmán. Nuestro rey, al que su hermano Sancho había usurpado el trono de León, se exilió a Toledo donde se familiarizó con otras maneras de entender la vida, más refinadas y complejas que aquellas a las que estaba acostumbrado. Y muy probablemente fue allí donde concibió la idea de un reino en el que las religiones pudieran convivir. Eso no estaba bien visto en la Europa nórdica, la de francos y germanos, mucho menos en la Roma papal. De ahí nace la grave sospecha de que el Infante casi un niño, —apud púber dicen las crónicas— fuera enviado a luchar contra los feroces y fanatizados almorávides africanos. Nadie ha sido capaz de explicar su muerte con coherencia. En la batalla de Uclés los musulmanes vencedores levantan un macabro montículo con las tres mil cabezas de los soldados cristianos decapitados. Allí no está la cabeza del infante. El arzobispo francés de Toledo y quienes la acompañaron en la huida aseguran que el Infante ha muerto de manos musulmanas, pero su cadáver es recuperado entero. Ningún historiador ha sabido explicar por qué.

—La obra comienza y termina en Roma. ¿Es el papado responsable del alumbramiento de Castilla en perjuicio de León?

—En la novela hay dos aspectos a señalar: el contexto histórico y el material novelesco. En cuanto al primero, he sido riguroso en extremo, todo lo acreditado por la documentación ha sido respetado escrupulosamente. En cuanto a lo segundo, lo específicamente novelesco, he procurado que la narración fluya casi como un viaje de descubrimiento por la España de aquel siglo, según nos lo va contando Marcello —personaje imaginario—, que en la novela es el joven sobrino de Arnaldo de Brescia —personaje histórico—, que viaja en el séquito de Jacinto Bobone, legado plenipotenciario del papa en España, con la misión de desbaratar o, en su caso, eliminar el imperio de las dos religiones que Roma considera una peligrosa extravagancia. Pero en Roma, además del papado, también había una comuna ciudadana que aspiraba a separar el poder político del poder religioso, capitaneada por Arnaldo de Brescia, perseguido hasta su muerte por el papado, un papado entregado, las más de las veces, al emperador del Sacro Imperio Romano Germánico.

—¿Qué papel jugó la reina Sancha en este momento histórico?

—Ella es un personaje muy respetado en la novela, por más que lo que se narre de ella sea muy novelesco, como lo es esa preocupación por la salud del joven protagonista cuando enferma, al que cuida y casi mima. Pero no me parece inverosímil el temor que sentía por las posibles maniobras del legado papal contra las políticas de su hermano el rey Alfonso VII. El legado no acababa de ver en el reino de León ese campeón de la Cruzada que conviene al papado. Pero refiriéndome a doña Sancha era obligado destacar un detalle decisivo, casi una rareza en la época, su papel como mujer independiente, consciente de su rica personalidad, dueña de su destino, soltera por voluntad propia, sin vida monástica a la que rehusó, por más que se mostrara siempre como una gran creyente. Todo ello le era facilitado por el Infantado, una institución creada por la monarquía leonesa para las mujeres de la realeza, una institución que podría considerarse a ojos de hoy como un significativo primer eslabón de lo que denominamos feminismo.

—Introduce a Marcello como correa de distribución de toda la historia. Me recuerda al Adso de El nombre de la Rosa.

—En efecto, Marcello es el protagonista de la novela, un joven atolondrado, aspirante a trovador que, contagiado del espíritu de la época, se enamora de una mujer que no conoce, a la que idealiza y con la que sueña. Marcello es un producto de su tiempo, aspira a ser trovador y quiere llegar a la corte leonesa, visitada entonces por los más grandes trovadores de Europa, una corte a la que por cierto nunca llega.

—¿Cómo era la relación de Alfonso con sus súbditos musulmanes? ¿Habría sido posible una ucronía en la que una España tolerante persistiera sobre la ortodoxia vaticana?

—Eso, claro, no está en la novela y de ahí la pregunta, pero soy incapaz de contestar. La historia fue como fue y no de otra manera. Alguno de los personajes se queja de la naturaleza perversa de un conflicto que aboca a la desaparición o al exterminio del otro. De un lado, el espíritu de cruzada, proclamado por Bernardo de Claraval y los papas; de otro los almorávides, primero, y los almohades después. Poco podía hacer el reino de León en ese contexto si el arzobispo de Toledo, don Bernard de Sédirac —pronto primado de España—, y la mayoría de los obispos eran francos y seguían la doctrina cruzadista de Bernardo de Claraval.

—¿Quiénes fueron realmente los Cruzados y cuál era su labor en España? ¿Realmente eran asesinos de religión?

— La primera cruzada fue precisamente en España contra la Barbastro musulmana. Los francos la sitiaron y la singularidad del caso está en su comportamiento que contrasta enormemente con las costumbres bélicas de los peninsulares, fueran cristianos o musulmanes, que respetaban siempre lo que llamaban el amán, una rendición negociada de modo que, si se renunciaba a la lucha, el enemigo estaba obligado a respetar vidas y bienes. Los musulmanes de Barbastro negociaron así su rendición que les fue aceptada. Pero en el otro lado, es decir, en el lado de los sitiadores no estaban los cristianos españoles, sino guerreros francos venidos del otro lado de los Pirineos que alentados por la bula de cruzada no respetaron el pacto: degollaron a todos los hombres ya desarmados y esclavizaron a niños y mujeres. Eso ocurría con el papa Alejandro II, en el 1063, o sea antes de lo que se considera primera cruzada, la predicada en 1095 por Urbano II, un francés.

—¿Qué diferencia había entre el reino de León y su tolerancia y ansia de libertad y el resto de reinos europeos?

—Una diferencia notable. Basta pensar en esa barbarie feudal que era el derecho de pernada. Algo inconvencible por estas tierras. Y ahí están los concejos abiertos leoneses donde se vota a mano alzada. Y ahí está la consideración de la mujer que no solo se evidencia en el Infantado, una institución real, también en esa vieja aleluya que dice: ‘Hace la mujer en León, del hombre la obligación’, de la que emana una clara transpiración igualitaria.

—¿Cuál fue la labor del Císter?

—Es un foco de intransigencia. Su adalid era Bernardo de Claraval, belicista, cruzadista agresivo, ideólogo radical. En oposición a Pedro Abelardo —el de Abelardo y Eloísa— o a Pedro el Venerable quien se acercó a Toledo con idea de profundizar en el conocimiento de la religión musulmana. Entre ambos focos ideológicos se debate el cardenal Jacinto Bobone, que llegaría a papa con el nombre de Celestino III (y que por cierto tiene una calle en León con el nombre de Cardenal Jacinto). Su duda entre ambas posturas, la agresiva y exterminadora o la tolerante y persuasiva, es uno de los meollos de la novela.

—¿Pervivió de algún modo la obra del Reino de León en la posterior mezcolanza en Castilla?

—Supongo que sí. Y su influencia soterrada y apenas reconocida llegó hasta la misma guerra de las Comunidades, esas que la Junta de Castilla y León celebra con tanto fasto. Un levantamiento popular que se produjo a raíz de las cortes de la Coruña y Santiago, donde los únicos que no cambiaron el voto de sus representados fueron los procuradores leoneses, los demás torcieron el brazo ante las demandas del emperador Carlos I, los de Burgos, los de Valladolid, o los de Segovia que, vueltos a su ciudad, fueron linchados por una multitud encolerizada…

—¿Qué habría pasado si el rey Alfonso hubiera desobedecido al Vaticano?

—Esto, querida Cristina, ya no son cosas de esta novela, quizá sean más de la última parte de la trilogía que estoy preparando. Alfonso IX, nieto de este Alfonso VII, fue excomulgado hasta tres veces, una de ellas a instancias del cardenal Jacinto Bobone otra por el mismo cardenal Jacinto ya devenido papa Celestino III.

— ¿Cómo sería hoy España si en lugar de Cruzada se hubiera impuesto la ley?

—Es una utopía maravillosa, una verdadera ensoñación, implicaría que en todo el mundo se habría impuesto el respeto a la ley. Pero si el entorno es conflictivo y agresivo, si ambiciona lo que es tuyo y es más poderoso que tú, estás perdido. Por eso Arnaldo de Brescia fue ahorcado y luego quemado en Roma, por eso Alfonso VI perdió a su heredero, en mi novela y en la realidad. Y por eso también fue asesinado el rey musulmán Zafadola, que fuera aliado del rey Alfonso VII, otro magnicidio sin explicación, que será la materia de la segunda parte de esta trilogía.

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