«Hay pocas novelas que cuenten la vida de los descampados»
Daniel Ruiz alumbra una ficción sobre un niño que malvive en un barrio marginal andaluz
Yonquis, curetas abusadores, locos, punkis, adolescentes cerveceros y tipos marginales de toda laya desfilan por la nueva novela de Daniel Ruiz: ‘Mosturito’
Mosturito , que aparece de la mano de Tusquets, es la historia de un niño contrahecho y algo salvaje que encuentra en la amistad con unos punkis su redención. La ficción en una ciudad andaluza de los 80, cuando España sufría de manera silenciosa los feminicidios, los abusos sexuales del clero, el alcoholismo, la infancia y la devastación de la heroína. Ruiz pone en solfa las normas sintácticas y ortográficas para lograr la máxima expresividad y recrea con maestría el lenguaje oral de los barrios del extrarradio. «Detesto la condición relamida que tiene mucha literatura que supuestamente está bien escrita, da la sensación de que el autor está gustándose. En estos tiempos de explosión de la inteligencia artificial, en que un robot puede copiar cualquier tipo de estilo, debemos contar de manera distinta», aduce Daniel Ruiz.
La novela está trufada de un humor mordaz, lo que infunde al texto un aire de ligereza que funciona como válvula de escape. Para el autor, la novela contemporánea adolece de ese tono irónico que ha caracterizado la tradición literaria española, sobre todo en los siglos XVI y XVII, unas señas de identidad que cultivaron con maestría Cervantes y Quevedo. «A partir de cierto momento, la literatura se volvió excesivamente seria. Pero en España hay una raíz humorística muy clara que yo reivindico como parte de la dieta ciudadana».
Sin ser una novela autobiográfica, Mosturito sí que se inspira en el territorio de la infancia del escritor, la muy degradada zona de las Tres Mil Viviendas de Sevilla. Con ese material, el autor aprovecha su propias vivencias para alumbrar una novela de iniciación, al estilo de El guardián entre el centeno , de J. D. Salinger, un ítulo que le animó a dedicarse a la literatura. «Comparto con el Mosturito algunos traumas: el labio leporino, los pies planos, el ‘bulliyng’ y el haberme criado en un barrio marginal».
Ahora que el mercado se ha apropiado de la estética punk, ¿qué significa para Daniel Ruiz este movimiento? ¿Qué queda de esa manera de entender la vida, que llegó con cierto retraso a España, en la actualidad? «El discurso punk ha influido en muchas cosas. A mí me interesa porque gracias a él se primó la capacidad de expresar en detrimento del virtuosismo o la competencia técnica. Por su propuesta estilística, mi novela es muy punki, hace un uso del lenguaje premeditadamente deformado, mal construido. Me gustaría que la novela se leyera como se escuchaban los primeros discos garajeros de MC5, The Clash o los Sex Pistols, que son discos sucios, mal producidos, pero que anteponen la expresividad a cualquier otra cuestión».
Al fingir el habla de la calle, Ruiz sigue el camino abierto por Fernando Quiñones, José Donoso o Ángel Vázquez, autor de ‘La vida perra de Juanita Narboni’, que pinta el paisaje cosmopolita de Tánger y el castellano de los sefarditas de la ciudad. Daniel Ruiz sostiene que la literatura de los últimos tiempos se ha desentendido de la periferia. «Hay pocas novelas que cuenten la vida de los patios de vecinos y los descampados, de los entornos suburbiales de las ciudades, lo cual me parece sorprendente a la vista de que la proporción de población que vive en barrios obreros es grandísima. Algunas historias de Ignacio Aldecoa, un novelista social de los cincuenta, abordaron el asunto, pero él tiró más del ruralismo». El escritor no se anda con eufemismos y prescinde del lenguaje de lo políticamente correcto. Llama gordo al gordo, gitano al gitano y negro al negro, entre otras cosas porque el protagonista es procaz y deslenguado. La novela pone en la palestra asuntos como la violencia de género, de la que se hablaba con sordina en los 80. «La violencia machista se vivía entonces un poco de puertas hacia adentro, era mucho más soterrada. Los vecinos escuchaban las palizas, pero en el día a día todo eran amabilidades. Igual ocurría con los abusos sexuales en la institución religiosa, que existían pero de una manera sobreentendida, cosa que a un niño le resultaba más complicado de comprender».