«La estupidez humana es eterna»
«La gente necesita falsos profetas que prometan un mundo mejor», dice el escritor húngaro, eterno candidato al Nobel. «La literatura no es una tirita para curar el mundo», afirma
Nunca quiso ser escritor. Fue minero, vaquero y vagabundo por Asia y Europa y América, pero hoy tiene muchas papeletas para ser Premio Nobel de Literatura. El húngaro László Krasznahorkai (Gyula, 70 años) es hoy un grande de las letras europeas. Sus densas y angustiantes novelas están llenas de apocalipsis y falsos profetas que nos cantan las mentiras que queremos oír. Tantos son, que «en el mundo mandan hoy la estupidez, la ignorancia y la mentira, que es muy contagiosa».
No cree que el ‘homo sapiens’ haya mutado en ‘homo stupidus’, pero sí que «las masas se vuelven estúpidas, brutas e ignorantes por su impotencia y su incapacidad de actuar». «La verdad se ha perdido, la ignorancia es una plaga y hace que estemos orgullosos de la estupidez masiva que nos rodea es eterna», dice. También lamenta la persistencia de la maldad. «El mundo lleva mucho tiempo siendo como es, no se ha convertido en malo ahora, pero la maldad no es ni pequeña ni grande: da igual que se trate de un solo nazi que viaja en un tranvía abarrotado o la inconmensurable maldad de Putin», plantea.
En tanto los académicos suecos deshojan la margarita, Krasznahorkai recogía este viernes en Marrakech el prestigioso premio Formentor, que él querría compartir «con el príncipe Miskhin, con Joseph K. o con Don Quijote». «Ya no traigo mi arma a las entrevistas», dice risueño, mirando fijamente con unos intensos ojos azules y con su nívea melena protegida del intenso sol marraquechí con un sombrero panamá. Esquivo y refractario a la vida pública y al bullicio editorial, el autor a quien se compara con Kafka, Thomas Bernhard, o Bulgakov, desdice su fama de ogro derrochando simpatía.
Para la francesa Annie Ernaux el Premio Formentor fue la antesala del Nobel, algo que a Krasznahorkai no le quita el sueño. «Mi amigo Thomas Pynchon, de quien aprendí a disfrutar de la pizza, sí que se lo merece. Si me lo dieran, se lo llevaría a él a Nueva York», dice tirando de modestia el escritor al que Susan Sontag y W. G. Sebald situaron en el mapa.
Las profundas y originales novelas de Krasznahorkai se han traducido a más de 40 idiomas. Melancolía de la resistencia (2001) fue la primera en español. En la última El barón Wenckheim vuelve a casa (Acantilado) pone a prueba al lector, con lo que su editor británico llama «flujo de lava narrativa», en el que imperan la melodía y el ritmo de unas frases interminables y densas. El punto es una rareza en sus textos. «No lo odio, pero me niego a que cuando muera se diga que es mi punto final», bromea.
Su barón regresa a su pueblo tras muchos años ausente en busca de su amor adolescente y se topó con una Hungría dominada por inefables políticos y periodistas. «Los políticos son los seres más dañinos que hay» dice. Cree que Hungría «no tiene arreglo». «No es un país, es un gran centro psiquiátrico del que se han marchado los médicos y donde los enfermos juegan a médicos», afirma.
Krasznahorkai estudió Derecho, Lengua y Literatura. Partió peras con su adinerada familia y recorrió en autoestop la Hungría comunista que abandonó en 1987 para viajar con una beca a Berlín. En los noventa pasó largos períodos en Mongolia y China y Japón buscándose la vida en mil oficios. De vuelta a la Hungría que dejaba la pesadilla comunista, se topó con otra, la del capitalismo salvaje.
aullido beat
Mientras escribía la novela Guerra y guerra (1999), vivió en el apartamento de Allen Ginsberg del East Village de Manhattan, codeándose con Lawrence Ferlinghetti, Gregory Corso o los músicos David Byrne y Philip Glass. Tras algunos años como editor, se convirtió en escritor. Ahora vive recluido y sin contacto casi con el mudo exterior entre Viena, Trieste y las colinas de Szentlászló. «Me he pasado la vida yéndome de los sitios», ironiza.