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La literatura para entender mejor la vida

Javier Peña es autor del podcast de libros más escuchado

John Le Carre.DL

Publicado por
León

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Un hombre espera la muerte en una habitación de hospital. Para engañar al tiempo y mitigar la angustia, él y su hijo rememoran historias. No tanto historias de vida: el hombre ha sido marino, y sus largas ausencias, y alguna que otra desavenencia, han hecho que sean pocas las experiencias vitales que padre e hijo se atrevan a compartir. Lo que reviven son sus lecturas, las historias de los libros que llenaron las estanterías de la casa familiar, las historias de los escritores que las inventaron. Al hilo de esta conversación, Javier Peña emprende en Tinta invisible (Blackie Books) una búsqueda obsesiva en las vidas de todos esos escritores, en sus anhelos, sus luces y sus sombras. Shirley Jackson, Nabokov, Juan Rulfo, Margaret Atwood, Emily Dickinson… le hablan a través de sus vidas, y él escucha. Quiere sumarlos a esta conversación casi póstuma con su padre. Porque se da cuenta de que la literatura nos vincula milagrosamente con personas que escribieron sus historias en otro momento y en otro lugar. Y de que, a veces, los lectores somos capaces de sobrepasar la letra escrita y leer la tinta invisible que el escritor ha dejado en la página. Cuando lo conseguimos, atisbamos la verdadera belleza: quizás esos momentos de gozosa lectura sean suficientes para justificar una vida.

Hay varias partes a destacar en esta novela tan especial. Por un lado, La literatura como salvación. Los seres humanos nos contamos historias porque mientras lo hacemos olvidamos que vamos a morir. Es la manera que tenemos de escapar del absurdo de la existencia. Cuando el padre de Javier Peña (devorador de toda clase de historias, desde libros hasta etiquetas de champú) se ve postrado en una cama de hospital, su obsesión por la narración no hace más que crecer. Confinado en una habitación con vistas al mar, prefiere contarle a su hijo historias sobre aventuras de sus tiempos de marino que contemplar el paisaje directamente; y el mar, en sus palabras, se vuelve aún más grande y poderoso. Habla sin parar de las películas que ve y las novelas que quiere leerse. Un día le pregunta a Javier cuándo sale el próximo libro de su autor favorito, John Le Carré, y cuando consultan la fecha dice: «No, mierda, creo que no me va a dar tiempo». Es la primera vez que da su muerte por sentado, cuando sabe que se ha quedado sin historias.

También la incomunicación masculina ocupa un lugar destacado: La incomunicación o el miedo a mostrarse vulnerable son algunos de los pilares de la masculinidad hegemónica. Tradicionalmente, la sensibilidad masculina se ha relacionado con la debilidad, y esta falsa asociación ha acarreado un sinfín de frustraciones, silencios y tensiones entre padres e hijos.

Y por su puesto la escritura y la vida. A veces la escritura se convierte en una parte esencial de lo que somos. Muchos escritores no pueden desprenderse del acto de narrar porque es la única manera de experimentar, de vivir varias vidas; una sola no es suficiente para ellos. Se convierte en su identidad. Cuando Ursula K. Le Guin ya era una autora consolidada, a menudo le preguntaban: ¿Siempre has querido ser escritora? ¡No!, decía Ursula, ¡siempre he sido escritora! No era una cuestión de voluntad, era una parte de ella misma, como el color del pelo o la forma de las orejas. A veces, incluso, escribimos sin que haya nadie que nos lea. Emily Dickinson, que pasó veinte años recluida en casa por motivos de salud, tenía prohibidos los libros por su padre y su médico. No obstante, cuando murió, su hermana encontró entre sus pertenencias una caja de madera que nunca había visto. Al abrirla descubrió casi mil poemas escritos a mano, muchos de ellos en la parte de atrás del resguardo de un seguro, en envoltorios, en sellos.

El mal que acompaña a los escritores tiene que ver con la curiosidad y la sensibilidad. Como cualquier artista, un escritor es, por definición, una persona excepcionalmente sensible; alguien que percibe el mundo de manera, digamos, amplificada; alguien, por tanto, más expuesto a sentir dolor.