Diario de León
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ÁNGELES CASO
León

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a carretera es estrecha, casi diminuta, una hermosa y estrecha carretera comarcal que desde el pueblo de La Vecilla, en la provincia de León, se adentra hacia el norte, cruzando el valle del Curueño hasta la Cordillera Cantábrica, para terminar de pronto en el puerto de Vegarada, a escasos metros de la imaginaria raya que, en los mapas, separa a León de Asturias justo en ese punto.

Probablemente sea una carretera como otras muchas. Asfalto sobre un viejo camino que un día fue de polvo, de piedra tal vez, una estrecha y torpe carretera que apenas sirve para que un puñado de vecinos de esos viejos pueblos progresivamente abandonados vayan y vengan a sus quehaceres y necesidades y ocios, o para que algunos habitantes urbanos busquen un domingo, hartos de hormigón, la frescura de un río y de unos cuantos árboles. Suponiendo que queden árboles y ríos. Y es mucho suponer. Porque tal y como van las cosas, cabe esperar que los paisajes -“la naturaleza- acaben desapareciendo de nuestra geografía, sepultados bajo vías cada vez más rápidas y más anchas, atravesados por puentes y túneles que nos permitan acceder, a la velocidad del rayo, a más vías y túneles y puentes y asfaltos y hormigones.

as administraciones del país se muestran realmente preocupadas por la rapidez de nuestros desplazamientos, y por la seguridad de nuestras vidas, siempre amenazadas por los feroces elementos naturales. En su empeño de protegernos y hacernos la vida más cómoda, en su lucha contra las estadísticas de accidentes de tráfico -“o a favor de las estadísticas de venta de automóviles, que vaya usted a saber las razones ciertas de los desmanes-, se han lanzado a la ardua tarea de ensanchar carriles y mejorar firmes, allí donde el presupuesto no llega para autovías. Caiga lo que caiga. Y así, en aras de tan noble empeño, en la carretera que une La Vecilla con el puerto de Vegarada, cayeron la pasada primavera seiscientos árboles. Seiscientos álamos -“y es un cálculo a ojo- que la bordeaban a lo largo de algunos kilómetros. Álamos casi centenarios que creaban un magnífico túnel de luces y sombras, una densa pantalla contra el sol o la nieve, una perfecta máquina de fabricar oxígeno. Alguien decidió, hace algunos meses, que los árboles debían morir en nombre del progreso y la mejora. Pasaron las sierras y las grúas y los camiones, y los seiscientos gigantes -“supervivientes de tantas tempestades y sequías- desaparecieron por siempre.

Entre la gravilla que cubrió los muñones moribundos, aún asomaban, semanas después, brotes tiernos de hojas plateadas, el feroz esfuerzo de la vida frente a la destrucción. A escasos metros del crimen, la Junta de Castilla y León colocó orgullosa una inmensa pancarta:

Obras de mejora de la carretera La Vecilla-Vegarada

, etc. Enseguida, sobre el asfalto recalentado, las ambulancias recogieron a las primeras víctimas de semejante avance para la humanidad: dos niños que paseaban tranquilos en sus bicicletas -“como toda la vida han paseado los niños y los adultos de la zona-, y que fueron atropellados por un conductor imprudente. Tal vez, por desgracia, no sean las últimas. Ahora que los peligrosos árboles han desaparecido, muchos aprietan el acelerador por la carretera estrecha como si condujesen por una autovía. Esos dos niños han sido los primeros números de la estadística de accidentes de una carretera en la que jamás había ocurrido ninguno. A pesar del túnel de árboles, ¿o gracias al túnel de árboles?

is álamos de La Vecilla -“pues míos eran, a fuerza de admirar su belleza- han muerto ya. Otros muchos árboles de otras muchas carreteras de España están siendo víctimas del mismo afán arboricida que ha convertido este país, antigua nación de bosques, en un erial reseco. En nombre del progreso, del cultivo, de la ganadería, de la industria papelera o del negocio inmobiliario, la tierra de España se achicharra al sol y se hiela bajo el frío.

Las gentes del pasado creían que los árboles eran sagrados, residencias sagradas e intocables de los duendes y las hadas. Si alguien les hacía daño, la venganza de los seres diminutos caía sobre él. Sé que la justicia de los hombres cerrará los ojos ante los taladores de árboles. Pero confío en que la justicia de los duendes haga caer sobre ellos el peso de su ley. Antes de que en su paternal afán decidan, por ejemplo, recubrir los ríos con asfalto -“pues el ligero despiste de un conductor puede provocar una peligrosa caída- y hasta dinamitar los montes más cercanos, que podrían un día derrumbarse sobre los inocentes ocupantes de los automóviles...

(De la columna

«Un cierto silencio»,

Ángeles Caso.

En «El Suplemento Semanal»,

20 de noviembre de 1994)

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